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A desminar el desierto El batallón Cuscatlán visitó el miércoles Ruhba, un pueblo de beduinos cerca de Nayaf que vive rodeado de minas. |
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Una unidad del batallón Cuscatlán, al mando de capitán Estrada, detectó el miércoles un campo minado en los alrededores de Ruhba, un pueblo del desierto ubicado cerca de Nayaf. Estrada marcó las coordenadas, y reiteró a los pobladores locales que deben redoblar esfuerzos para mantener a los niños lejos del lugar. Acompañado del teniente Pérez, de un traductor saharauí y del representante salvadoreño para asuntos civiles, el sargento Martínez Huezo, Estrada se comprometió a pasar de inmediato un informe al alto mando del Cuscatlán y de la brigada Plus Ultra para que envíen en el menor plazo posible una unidad que desactive las bombas. Ahora la decisión está en manos del mando español en Diwaniya. Los salvadoreños habían llevado agua y víveres al jefe de la tribu, y se comprometieron a extender la solicitud de las bombas de agua para que puedan reactivar la producción agrícola y la vida en Ruhba. “No puedo prometerles que se las vamos a comprar”, dijo Estrada. Porque el destino del dinero de la coalición para esta región también está en manos de los españoles. Las víctimas del desierto Khan Ruhba tuvo su época dorada. Eran los tiempos en que los beduinos atravesaban el desierto del Gran Nafud e intentaban llegar a Nayaf en busca de provisiones, o los peregrinos se acercaban cansados, entre la arena, camino a la sagrada mezquita del imán Alí. Si venían del sur todos, casi obligatoriamente, se topaban con Khan Ruhba, un diminuto poblado en medio del desierto iraquí dominado por la tribu de beduinos Albu Mahmud. En La Fortaleza, un castillo de adobe y roca, pasaban la noche los peregrinos, se alimentaban con exquisitos platillos y se refugiaban del inclemente sol, mientras daban reposo a sus animales. La Fortaleza de Ruhba se construyó hace 360 años, por órdenes del jefe de la tribu. Y mucho ha cambiado. Se han ido los otomanos, y desfilado los británicos y un sinfín de regímenes que la han dejado por los suelos. Hace ya 30 años que nadie viene aquí. De la fortaleza no quedan más que unas desconsoladas ruinas, y en su interior es posible encontrar todavía munición punto 50 que le llovió cortesía del Ejército de Sadam Husein cuando éste la emprendió de manera personal contra los chiitas, después de 1991. En Ruhba viven 14 familias, en total unas 160 personas. Desde 1991 los conflictos se han cobrado la vida de 25 pobladores, pero ninguno murió durante la guerra que acabó con el gobierno de Sadam. O mejor dicho, ninguno ha muerto aún, porque un mal paso podría cambiar las estadísticas. Los niños no van a la escuela, porque ésta fue destruida por un bombardeo estadounidense durante los primeros días de la guerra. “A nosotros desde hace 20 años todo mundo nos ha destruido”, dice el jefe actual de la tribu, Kadem Embeyl Ahrbawi. “Tenemos tres o cuatro profesores, pero no tenemos dónde dar las clases.” Tampoco hay un hospital, ni clínicas ni nada que no sea arena. Pobreza amable Nadie trabaja ya en Ruhba. Hasta el año pasado, sus pobladores se dedicaban a la siembra de trigo y cebada, en verano, y sandías y vegetales en invierno. “Pero cuando llegaron los americanos nos obligaron a desalojar el pueblo, y huímos todos hacia Nayaf. Hicieron un campamento aquí. Cuando se fueron, habían destruido las bombas de agua, y ya no tenemos con qué trabajar”, dice el jefe tribal. Son gente muy pobre, pero lo poco que tienen lo ofrecen al visitante. Un pequeño descanso en un salón alfombrado y el obligado chai, el té tradicional iraquí, sirven de bienvenida. Ruhba vive aún de las cosechas del año pasado, y de los ahorros que les sobraron. No son muchos, porque él no llovió. Ahora se acerca el invierno. Si llueve, probablemente tendrán cosecha, pero no casa. Los últimos bombardeos rajaron los techos y ahora el agua amenaza con dejarlos en la arena. Para sobrevivir, cada semana, pagan una pipa de agua desde Nayaf. Cada familia paga 7 mil dinares por viaje, es decir unos 3 dólares con 50 centavos. Demasiado para ellos, que ya no tienen nada. Los niños juegan, casi en silencio, entre el abrumador infinito del desierto. A lo lejos se asoma una mezquita, a la que ya nadie va. Y los niños tienen prohibido alejarse mucho de sus casas. No es un problema de seguridad. “No tenemos problemas de esos, todos los pobladores somos de la misma tribu”, dice Ahmed, un joven con sonrisa melancólica, que sirve el té. No, no es por eso. Allá, a unos 200 metros, frente a la mezquita, hay un monstruo acechando. Y ha dejado ahí los frutos de su macabro vientre. Es el esqueleto de una bomba de racimo, de esas que nadie admite haber lanzado, tendida en medio del desierto. A su alrededor, en un radio de cien metros, unas 20 bombitas de las que expulsó en su caída yacen tendidas esperando a que alguien las active para volarlo en pedazos. Están aún sobre la arena, y al menos durante el día, en las zonas limpias de arbustos, son visibles y reconocibles para el que sabe qué son. Fahid, un joven alto y delgado de unos 25 años, dice que dos explotaron al paso de animales. Pero las tormentas de arena pueden haber ocultado otras, que siguen ahí, esperando el mal paso que cambie las estadísticas con una explosión. |
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