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Bagdad, Iraq. Moreira no disfrutaba sus frijoles ayer. Es imposible. La impaciencia por el convoy que lo llevará nos llevará a Nayaf, y el mal sabor de estos guisantes agringados le impide terminar el desayuno. Con insistencia, echa una mirada por la ventana. Estamos en el hotel Al Rashid, que en menos de 24 horas recibió tres impactos de un lanzagranadas RPG. Bagdad no es un lecho de rosas, pero la animosidad contra el hotel no es gratuita, y mucho menos un signo para interpretar el clima en toda la ciudad. Este hotel es, junto a los palacios de Husein, uno de los mayores símbolos de la ocupación estadounidense. Justo junto al paseo de los desfiles, con sus enormes arcos en forma de sable, y frente al centro de convenciones, se alza con sus 14 pisos y una vista espectacular de la ciudad. Se encuentra en la llamada ahora zona verde, es decir, un área de la ciudad militarizada por las tropas de la coalición y a la que sólo se tiene acceso tras pasar estrictos controles militares. Pronto, el semblante del sargento Romel Moreira se ilumina: Ya vino el convoy. Por fin nos vamos a Nayaf. Realmente ya me estaba desesperando. Ahora sí ya me cree que nos vamos para allá. ¿O no, compañero?. Y se tira una carcajada que le sale del alma. Incursión histórica Sin saberlo, Moreira ha hecho historia. Su accidental presencia en Bagdad obligó a 15 de sus paisanos a desplazarse desde Nayaf hacia la capital iraquí por primera vez. Es la primera incursión cuscatleca lejos de la base de la brigada Plus Ultra. Sus compañeros lo saludan animosos y le hacen mil y una preguntas, pero lo que menos le interesa es dilatar más la espera. Responde con monosílabos, y luego de preparar algunas cosas, se declara listo a las 13 horas exactas. Escoltados por dos vehículos Humvee, uno atrás y otro adelante el segundo, con una metralleta sobre la capota, nos subimos en una Suburban y emprendemos el camino hacia Nayaf. Todos se equipan con su chaleco antibalas y el casco reglamentario excepto Moreira y yo. Bueno, yo al menos llevo el chaleco. El accidentado sargento, que al salir del hospital kuwaití adonde le dieron unas puntadas en el labio fue desprovisto hasta de sus identificaciones, no tiene más aperos que la esperanza. Afortunadamente, el camino no registró mayores amenazas que las piedras que un par de muchachos nos lanzaron a escondidas. Al salir del laberinto de trincheras de la zona verde, uno comienza a recorrer un paisaje desértico, con innumerables sembradíos de palmeras que forman una colcha verde hasta donde llega la vista. Aparte de las hojas, lo único que colorea la vista es el amarillo de los pequeños dátiles, y unas columnas de un humo negrísimo que ninguno de nuestros 15 escoltas supo explicarnos de donde salían. Entre palmeras y palmeras, varios pueblos pobres de casas marchitas y gente indiferente. Sólo los niños repararon en nuestro camino, y nos saludaron con una alegría universal que, sin embargo, nos sembró en el corazón una combinación de paz y de zozobra. Pueblos milenarios Al salir de la zona verde, pasamos a aprovisionarnos a una tienda en Camp Victory. Rasuradoras, jabón, papel higiénico. El dólar americano es aceptado de muchísimo mayor grado que el viejo dinar con Sadam en sus dos lados. Poco más de media hora después, ya cruzábamos por Al Mahmudiya, un poblado humilde con una pequeña placita y una mezquita adivinable. Aquel asentamiento fue como un botón café entre el árido satín verde del camino. Veinte minutos más tarde dimos con otro botón, Al Lafifiya, igual de resignada. Tras la monotonía de palmeras y desierto, casi hora y media luego, tuvimos el privilegio de pasar por Al Hilhah. De unos 320 mil habitantes, tiene una importancia histórica que hace sentir insignificante a cualquiera. Ahí está la tumba de Califa, el sucesor de Mahoma; en sus contornos están las ruinas de Kush y de Borsipa . Babilonia quedaba a menos de ocho kilómetros. El comando central de las tropas polacas queda aún más cerca. La siguiente parada era Al Kufah, que es a Nayaf lo que Santa Tecla a San Salvador, casi un suburbio. Para llegar, cruzamos el Éufrates. No es excesivo decir que de ese río que nace en Turquía y recorre Siria de cabo a rabo alcanzamos a ver sólo la cola, a través de la ventana. Igual, entrecorta la respiración. Nayaf por unos minutos Nayaf. Al norte de la ciudad está el emplazamiento de los hondureños, que ayer mismo fueron objeto de un atentado de saldo afortunado: ni un solo herido. Al sur cuándo no al sur están los salvadoreños, 360 soldados. El campamento, al que llegamos poco antes de las 6:00 p.m., está conformado por unas inmensas tiendas de campaña con aire acondicionado y por un complejo habitacional muy parecido a nuestros multis de la colonia Zacamil. Bueno, donde ahora duermen nuestras tropas se estaba construyendo un residentado universitario. Hay banderas salvadoreñas colgando de los balcones del edificio. Moreira se baja con parsimonia de la Suburban sólo para encontrarse de inmediato con su superior connacional, el teniente coronel Sabino Monterroza. Pero si te dejaron más guapo. El soldado sonríe sin acariciarse el labio y se pierde entre el mar de cascos, acaso husmeando por unos buenos frijoles. |
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