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Los chiitas llegan por millares. La ciudad está prácticamente cerrada al transporte, y las calles periféricas de Nayaf están congestionadas por autobuses que vienen de Irán, de Siria, de Líbano, para conmemorar la muerte del ayatola Mohamed Hakim al Baqr, asesinado hace más de un mes en la explosión de la mezquita que se cobró la vida de más de 250 personas. Pero aún no hemos llegado ahí. Abu Alí, mi guía, me muestra primero el hospital, a pocos metros de Camp Baker, adonde fueron cremadas las víctimas de la explosión. En las calles, miles de peregrinos, vestidos de riguroso negro o blanco, intentan pasar con banderas que portan la efigie de Baqr por los cordones que han instalado las guardias del ayatola. Es gente también vestida de negro, pero con un Kalashnikov bajo el brazo. No fotos, me advierten. No de la mezquita. Día agitado Hoy es un día muy agitado, dice Abu Alí, mientras toma atajos en contrasentido para bordear la zona céntrica. Nadie nota una violación a los reglamentos de tránsito: los iraquíes, por ahora, no se preocupan por eso. Se suben y se meten por donde pueden y no chocan ni atropellan a alguien sólo porque Alá es grande. En Nayaf no hay semáforos, y a veces, con suerte, son policías locales los que dirigen el tráfico. Hoy no. Están realizando controles para evitar que se repitan los sangrientos hechos de hace un mes. Las tropas de la coalición presentes en Camp Baker, bajo mando salvadoreño, organizan algunos patrullajes periféricos y establecen puntos de control cerca de las instalaciones, pero han suspendido los patrullajes que atraviesan la ciudad. Por respeto, dicen, pero también por precaución. Los chiitas, herederos espirituales del imán Alí (yerno de Mahoma, y al que consideran su descendiente más directo), son políticamente muy tolerantes. Pero la mínima sospecha de una violación a su tierra sagrada podría ser motivo de verdaderas catástrofes, como lo ha sido toda su historia. Las dishdashas y abayas irrumpen en la monotonía del paisaje urbano, todo del color del desierto. No hay una casa que no esté pintada, o curtida, con ese tono amarillento oxidado de las arenas árabes. Nos asomamos por el barrio de Haj el Gadir, uno de los más tradicionales y adinerados de la ciudad. No parece. Luce más bien como un suburbio deprimido, al igual que Haj al Amir, el siguiente vecindario y considerado el más lujoso de Nayaf. Las fachadas son las ruinas de tiempos prósperos, cuando estas casas eran señoriales y se erguían orgullosas ante el inclemente sol. Pero ahora se ven gachas. Descuidadas y con la hierba crecida, sucias y rotas, con carcachas en la entrada que hace quince años debieron haber sido carros de lujo. Fueron construidas a finales de los setenta, cuando los chiitas eran poderosos. Derrocaron al régimen del sha de Irán y estaban congraciados con los baazistas de Sadam. Aquí vivió el ayatola Homeini, y éste fue su punto de partida para tomar el control del vecino Irán. Pero todo terminó con la Guerra del Golfo. Un intento de alzamiento contra Sadam, calculando mal que Estados Unidos terminaría con el régimen, le costó carísimo hasta el fin de los días del dictador. Husein mandó a desaparecerlos por millares, prohibió las grandes celebraciones religiosas y los reprimió hasta que se cansaron. En aquellos tiempos, que apenas terminaron hace seis meses, una vez a la semana el camión de basura pasaba tirando su contenido en las principales calles de Nayaf. El que intentara quitarla podía desaparecer. Los dejaba constantemente sin energía eléctrica y sin agua potable, y les negó todo acceso al poder que en este país se convirtió en la única posibilidad de sobrevivir. Ciudad gris Como testigo de la primera época, la del concubinato, está el enorme hospital Sadam. Está casi en los límites con Kufa y cuando fue inaugurado, hace un par de décadas, era el más moderno de Iraq. A partir del fallido alzamiento, el hospital quedó casi en ruinas. La ciudad tiene enormes áreas abiertas, probablemente pensadas como parques urbanos para el esparcimiento de la gente. Pero hoy son el mayor símbolo de la decadencia de Nayaf, con su suciedad, su pobreza, sus moscas y perros callejeros. Lúmpenes abiertos a la podredumbre y la perdición. Cerca de la carretera que lleva hacia Basora, en un barrio muy pobre llamado Hail Ansar, se abre el mercado callejero más pobre del mundo. Ahí se vende chatarra. Clavos podridos, tornillos viejos, pedazos de escapes, válvulas, todas oxidadas y con más uso del que soporta un aparato cualquiera. Pero miles desfilan por ahí, el deshuesadero ambulante, en el que encuentran piezas provisionales para echar a andar los carros. A unos cuantos metros comienzan los controles de las guardias armadas del ayatola. Todos vestidos de negro, lucen sus rifles con galantería. La mezquita está cerca. Al otro extremo, en Kufa, ha sentado sus reales Moqtada al Sadr, un joven clérigo chiita a quien muchos acusan de ser el asesino de Baqr. Es un hombre que habla fuerte contra las tropas de la coalición, y a quien muchos clérigos chiitas temen. Y, como todos en esta ciudad, tiene sus propios guardias. Aquí todo el mundo anda armado, dice el capitán Óscar Rivas, del batallón Cuscatlán. Un AK o un Kalashnikov se consiguen por cinco dólares. Todos lo saben. Ayer, un soldado estadounidense en este campamento militar me dijo que en el mercado de Kufa se encuentran granadas por un dólar. Hay un arsenal impresionante. Haces una redada, decomisas todo el material y al siguiente día están todos los puestos montados con la misma cantidad de armas. Y sirven para todo. Abu Alí, mi guía, me llevó ayer a conocer su nueva tienda, un taller de carpintería en el que se fabrican muebles. En una esquina del inmueble, apiladas, decenas de cajas de explosivos jordanos están a la vista, aunque no su contenido. Cuando me vio observando fijamente las cajas, me dijo: Son la mejor madera para fabricar muebles. No pregunté más. Llegamos a los alrededores de la mezquita del imán Alí, un enorme complejo que incluye el propio templo y varios edificios aledanos. La gente se viene encima. No fotos, pasando entre los puestos de mercaderes que saben que hoy es un buen día para vender cualquier cosa, desde kebabs de carrito (carne molida de cabra cocinada con especias y servida en tiras) hasta verduras y anteojos oscuros. Mai, mai, dicen los peregrinos. Agua, agua. Y hay agua. Frente a la mezquita se encuentra una de las múltiples entradas al Maqabar de Nayaf, el cementerio más grande del mundo. En medio de sus tumbas pasan carreteras; se calcula que hay unos 4 millones de muertos aquí. Chiitas de todo el mundo vienen aquí a enterrar a sus muertos. Aquí está enterrado el imán Alí, y más chiitas de los que alguien jamás pueda recordar. Pasamos rápido, tomando fotos sin ver demasiado por el rabillo
de la cámara. A esta tierra sagrada no la retrata un infiel. La nueva liberación El campamento salvadoreño es singular. La camaradería es
tan necesaria como el equipo militar, no obstante el rigor de la vida
marcial. Nunca antes habían visto la televisión internacional, y ahora se pelean por ver los canales egipcios, jordanos y sirios, así como fútbol español y películas norteamericanas. Incursionan en la globalización. Sadam no nos dejaba ver nada, estábamos aislados del mundo, dice el vendedor. Ahora se me acaban en cuestión de horas. Y mientras lo dice, uno de sus asistentes está al borde de la locura intentando hacer demostraciones del aparato a tres clientes distintos. De los largos bolsillos de sus dishdashas sacan enormes fajos de billetes. A 2 mil dinares por dólar, en billetes de 250, hacen falta muchos para pagar el aparato. Sadir tiene una tienda similar en Kufa, la antigua ciudad que colinda con Nayaf. Como en todos los negocios, cuando llego me ofrecen un chai, una especie de té negro con azúcar que toman todo el día en pequeños vasos transparentes. Su local está lleno de televisores, grabadoras, lectores de video, discos y, por supuesto, aparatos satelitales. Tiene japoneses y coreanos. Esto es lo que más vendo, me dice, mientras su sobrino, Hosain, me intenta vender el receptor del satélite. Mismos precios, mismas ganancias. En el café internet, con sistemas más lentos que cuando inició la red, los jóvenes acuden por las noches. De 10 que observé ese día, los 10 estaban conversando por un chat y siete ingresaban a páginas de citas por la web. El café cuesta un dólar la hora, con la que se puede hacer lo que en un país occidental en 10 minutos. Es la parte más visible de la nueva liberación iraquí.
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