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Bagdad, Iraq. El aeropuerto de Bagdad es un avispero de helicópteros y aviones militares, de soldados británicos y estadounidenses que entran y salen de las improvisadas tiendas de campaña que ahora sirven solamente como salas de espera. Es una zona restringida de máxima seguridad a la que se llega, desde Kuwait, después de una hora y media de vuelo en un avión militar que atraviesa interminables desiertos de arena blanca primero y que va tomando un color rojizo paulatinamente. Los soldados que llegan lo hacen en silencio, perfectamente uniformados y con la mirada fija. Sostienen su arma durante todo el vuelo, y no hablan ni pestañean. En Kuwait, antes de abordar, un sargento estadounidense que tomaba sus días de descanso me preguntó si creía que la coalición estaba ganando esta guerra. “Pensé que la guerra había terminado”, le dije. Sólo me sonrió. Los soldados que esperan el vuelo de salida lucen agotados. Son en su mayoría jóvenes que apenas entran en los 20 años, pero algunos ya lucen las insignias de tres batallas: la de Afganistán, la de la entrada en Iraq y la de la presente campaña de estabilización, que ya se cobró más bajas que la guerra. Durante las 24 horas que estuve en el aeropuerto de Bagdad, no encontré a ningún soldado que tuviera en este país menos de seis meses, y ninguno que estuviera regresando a casa. Esperaban un vuelo a otras ciudades iraquíes o, los más afortunados, a gozar cinco días de licencia en Qatar o Kuwait. “Después, nos volvemos de regreso para acá, dicen que hasta febrero o marzo”, comentó un soldado mexicano que llegó en marzo. “Al principio, nos dijeron que veníamos por seis meses; ya ves.” Atrás, los helicópteros artillados vienen y van, volando por debajo de aviones militares y de carga que despegan con mayor frecuencia de la que uno se imaginaría. “Tengan cuidado” Un sargento que espera abordar un vuelo para Kuwait se acerca para compartir un cigarrillo. Me ha escuchado conversar en español con el sargento Romel Moreira y quiere practicar el idioma. Habla como andaluz porque se crio en Cádiz. Tiene una sonrisa abierta, y le calculo unos 35 años. “Tengan cuidado allá afuera, está peligroso”, dice. Hace un mes, el conductor de su vehículo murió en una emboscada; él se salvó de milagro. Es reservista, pero tampoco sabe cuánto tiempo más estará en este país. “Pero no te preocupes”, me dice. “Tampoco es que ataquen a todos los vehículos.” Hay 120 mil soldados estadounidenses acá, así que el sargento se la toma por el lado de las estadísticas. “A mí ya me atacaron una vez, yo creo que ya cumplí mi cuota.” El sargento salvadoreño Moreira interviene: “Tampoco creo que me ataquen a mí ahora que vengo herido, esa sería una violación a los derechos humanos”. Los soldados descansan en un área cubierta por redes y camuflaje desértico o ingresan a la sala de espera para tomar agua y ver televisión. En la base militar de Kuwait ponían películas de guerra, y los soldados las miraban fijamente. Aquí, en cambio, transmiten deportes en pantalla gigante. El sol quema, quema de verdad. Todos los soldados están ya curtidos, y el agua embotellada viene y va en cantidades industriales. Para los que no se conforman con las raciones alimenticias militares, algún negociante con visión colocó una tiendita en un tráiler a la orilla de la pista de aterrizaje. Ahí venden productos estadounidenses y cobran en dólares. Uno encuentra desde discos compactos y películas en DVD hasta papitas fritas y salchichas enlatadas, gaseosas y camisetas de la operación Libertad de Iraq. De no ser por la arena que ciega y penetra en todos los rincones, y el sol desértico, este lugar podría pasar por Estados Unidos. No hay nada que indique que estamos en Iraq, salvo el inconfundible edificio de la llegada de vuelos tantas veces visto por la tele, al otro lado de la pista. Todas las vías al aeropuerto están cerradas, y lo único qe se observa en kilómetros a la redonda son vehículos militares estadounidenses y barricadas. Todos conducen en convoyes, y sólo hasta la puesta del sol. Camino al centro de prensa hemos pasado por dos de los famosos palacios de Sadam Husein. En vivo se ven aún más majestuosos e imponentes que como se veían por televisión. Y contrastan con las pobres casas, derrumbándose, que están por toda la ciudad. Bagdad es una ciudad muy grande, con amplias avenidas llenas de carros viejos e iraquíes con “dishdashas” grises (una especie de toga) y la mirada triste, curtida por más guerras de las que le toca vivir a nadie. A la distancia se escuchan disparos; nadie se inmuta. El sargento Moreira y yo cenamos en el hotel Al Rasheed, un complejo de lujo tomado ahora por los miembros de la coalición, que tiene más controles para ingresar que el propio Pentágono. Nos ha llevado ahí el sargento Lorent, del Ejército de Estados Unidos. “Aquí estaremos seguros –dice– porque hoy en la mañana atacaron el hotel. No atacarán dos veces.” Los que atacan son sombras misteriosas que disparan y desaparecen. Son los que han abierto la segunda etapa de la guerra en Iraq. La reconstrucción tendrá que esperar. |
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