El Papa y el misterio de la cruz
El 16 de Octubre de 1978, Karol Jósef Wojtyla fue elegido Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, Vicario de Cristo. Asumió el nombre de Juan Pablo II.

 

En estos 25 años he tenido la dicha de estar muy cerca del Santo Padre en bastantes ocasiones: concelebrando la Santa Eucaristía, compartiendo el almuerzo, en audiencia privada... Quiero, sin embargo, referirme a un recuerdo entrañable de la primera visita de Juan Pablo II a El Salvador.

El 6 de Marzo de 1983, en las últimas horas de la tarde en el Gimnasio Marcelino Champagnat (Liceo Salvadoreño), se reunió el Santo Padre con los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, seminaristas, novicios y novicias de El Salvador.

Su mensaje de fidelidad a la Iglesia y a la vocación fue emocionante y oportunísimo. Al final, antes de partir hacia el Aeropuerto, se cantó “Pescador de Hombres”. El Santo Padre tenía en sus manos la letra de la canción, cuya música bien conocía. Su voz potente sobresalía entre las demás. Algún obispo hizo un gesto sugiriendo que guardásemos silencio.

Dejamos al Papa cantar él solo las estrofas mientras toda la concurrencia cantábamos el estribillo.

La voz y la presencia del Papa nos impactó. Era un Papa joven, apuesto y fuerte (podríamos decir que atlético: cosa sorprendente en un Sumo Pontífice). La prestancia de su persona colaboraba en la eficacia de su ministerio.

Es de todos conocido sus dotes naturales de captar los corazones de las personas que lo tratan. Sabemos que al ingresar en la Universidad en 1938, se matriculó también en una escuela de teatro. Más tarde, mientras cursaba sus estudios en el Seminario clandestino de Cracovia fue uno de los promotores del “Teatro Rapsódico”, también clandestino. Los actores hacían gala de su valor y patriotismo al representar obras de poetas y dramaturgos que expresaban la lealtad a la gran patria polaca tantas veces ocupada.

Aunque fue breve el tiempo en que Karol Wojtyla actuó en el teatro, nunca perdió la capacidad de plasmar en gestos y palabras mensajes de gran inspiración.

Tampoco amainó su valentía. El Papa ha dado un constante testimonio desu compromiso con Cristo y con su Iglesia.

No ha sido fácil su tarea, pues muchos prefieren que los profetas descansen en sus tumbas en lugar de tener que soportar sus mensajes. Juan Pablo II no ha callado en estos veinticinco años en los que el mundo ha experimentado cambios dramáticos. Por el contrario, ha sabido pilotar con pericia extraordinaria la barca de San Pedro entre las tormentas de esta época. ¿Qué habría pasado si Karol Wojtyla no hubiese sido elegido Papa en 1978? ¿Quién hubiera tenido la creatividad y la tenacidad para llevar a la Iglesia hacia el Tercer Milenio con tanto optimismo y esperanza? Agradezcamos a Dios el cúmulo de prodigios que se han realizado bajo el pontificado de Juan Pablo II.

Ha sido un pontificado de innumerables bendiciones celestiales. Ha sido también un pontificado de indecibles sufrimientos para la Iglesia y para el Papa. Los años han desgastado la prestancia que trajo consigo a Roma. Hoy nos conmueve verle arrastrando la debilidad de su cuerpo. Sólo queda el recuerdo del Papa joven, apuesto y deportista.

El Sumo Pontífice, que ha influido decisivamente en la historia de países y continentes, hoy necesita ayuda para sentarse en la silla o bajar del automóvil.Todos somos testigos del desgaste físico de Su Santidad. Vienen a mi memoria las palabras de San Pablo a los Corintios: “Pues me parece que a nosotros, los apóstoles, Dios nos ha puesto en el último lugar, como si fuéramos condenados a muerte. Hemos llegado a ser un espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres” (1 Cor. 4, 9).

Es evidente que el Santo Padre es “un espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres”. Debemos prestar atención al mensaje que el Señor nos está dando a través de la persona de Juan Pablo II.

Es el mensaje actualizado de la Cruz de Cristo. Un sacerdote santo, que amaba con toda su alma al Romano Pontífice -“sea el que sea”-, escribió unas palabras que pueden servirnos para comprender el contenido espiritual de lo que estamos contemplando: “No lo debemos olvidar: en todas las actividades humanas, tiene que haber hombres y mujeres con la Cruz de Cristo en sus vidas y en sus obras, alzada, visible, reparadora; símbolo de la paz, de la alegría; símbolo de la Redención, de la unidad del género humano, del amor que Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, la Trinidad Beatísima ha tenido y sigue teniendo a la humanidad” (J. Escrivá. Surco, 985).

En Juan Pablo II podemos contemplar la Cruz de Cristo “alzada, visible, reparadora”. Escuché alguna vez a alguien muy cercano a Juan Pablo II que, desde hace muchos años, no ha habido ni un solo día en que no haya tenido la experiencia del sufrimiento, del dolor físico. En la fiesta de Nuestra Señora de Fátima, 13 de Mayo de 1981, sufrió el atentado en la Plaza de San Pedro. La operación, el postoperatorio y las complicaciones que siguieron retuvieron al Santo Padre durante meses en el hospital, en ocasiones muy cerca de la muerte y con gran sufrimiento. Años más tarde sufrió algunas caídas que han dejado secuelas dolorosas. Un Embajador ante la Santa Sede, de profesión Ortopeda, me comentó que, por el modo de caminar, se puede deducir que cada paso que da conlleva una dolorosa punzada. Las limitaciones que el Parkinson produce son de sobra conocidas y los efectos secundarios de la medicación abundante y de los diversos tratamientos son imaginables.

Además de los sufrimientos físicos a los que nos hemos referido, hemos de pensar cuánto ha sufrido el Santo Padre en su corazón ante un mundo que rechaza la Palabra de Dios y quiere imponer estilos de vida aberrantes. Y cuánto sufrirá por los problemas de la Iglesia. Se le pueden aplicar de nuevo expresiones de San Pablo: “Además de estas y otras cosas pesa sobre mí diariamente la preocupación por todas las comunidades cristianas. ¿Quién se enferma en ellas sin que yo me enferme? ¿Quién cae en pecado sin que yo no me consuma de dolor? (1 Cor. 11, 28-29).

Una primera pregunta podría formularse: ¿Por qué permite Dios tanto dolor y tantas molestias en alguien que tiene asuntos tan importantes que resolver y que tanto bien está haciendo a la Iglesia y a la humanidad? Las acciones divinas son inescrutables y sería muy osado responder con seguridad a esta pregunta. Pero sí podemos recordar que la redención se hizo con el trabajo, la dedicación, la oración y el sacrificio de Cristo Jesús. Y Juan Pablo II es el Vicario de Cristo en la tierra y tiene que sacar adelante la Iglesia con la misma fórmula que su Fundador.

Hay una segunda pregunta que se les ocurre a muchos: ¿Por qué el Santo Padre no renuncia? ¿Por qué no descansa? Tampoco a ésta se puede contestar con seguridad porque nadie puede penetrar en el recinto sagrado de la conciencia ajena. Sin embargo quisiera aclarar que el estado físico del Papa no ha impedido la lucidez de su mente ni la fortaleza de su espíritu.

Sigue guiando a la Iglesia con mano firme y continúa enriqueciéndola con su abundante y rico magisterio que supone un valiosísimo legado.

Es el Señor quién le ha llamado a pastorear la iglesia. El Papa considera su vida siempre a través del prismático de su vocación. La cruz forma parte de su misión. “Jesús no descendió de la Cruz”, dijo en cierta ocasión ante las especulaciones acerca de su renuncia. Evidentemente su ministerio le lleva a conocer, amar y seguir “a Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor. 2, 2). El pontificado de Juan Pablo II es una clara manifestación del poder de la cruz. El sufrimiento del Sumo Pontífice es un tesoro, un legado, el gesto magistral en la obra dramática de su vida. “El Santo Padre -dijo un cercano colaborador- no quiere descender de la cruz”.

En este XXV Aniversario de su elección como Vicario de Cristo, nuestro mejor tributo sería el tomar en serio el ejemplo de Juan Pablo II nos da, en su imitación al Señor. En comparación con lo que el Santo Padre tiene que afrontar, nuestras cruces son muy pequeñas.

Su generosa entrega nos sirve de ejemplo e inspiración. Para él vaya nuestra admiración y afecto filial; nuestro cariño y nuestro amor.

¡Felicidades, Santo Padre! ¡En el Salvador se te ama!

“Ad multos annos!” ¡Los que Dios quiera!