F rancis Fanci estuvo
presente, y vivo —he ahí la hazaña—,
en su funeral. El 29 de agosto de 1990, varios periodistas,
curiosos y más de un “paracaidista” mal informado
en busca de tamales gratis habían llegado
al parque de pelota Saturnino Bengoa. El mago tenía
planeado enterrarse vivo.
Se compró un ataúd. Abrieron el agujero
de cuatro metros de profundidad y ante cámaras,
penetró la tierra. Quedó conectado
con el exterior sólo a través de un
tubo PVC para respirar. Ahí, solo; acalorado,
como si el clima de abril y marzo viviera bajo tierra;
escoltado por hormigas, y sin alimento estaba dispuesto
a permanecer siete días.
“No se elimina el miedo,
se controla”, explica. Y una vez controlado, sólo
bastaba esperar, esperar, esperar. “Lo único
que hacía ahí era estar”, devela.
Y un
buen día, 168 horas después, ya había
estado. Ante la presencia de medios salió
a la luz, cual vampiro, y fue llevado directamente
al hospital para rehidratarse. “Esta vez se te pasó
la mano”, le advirtió la esposa. Nunca más
se le ha vuelto a pasar.