El mundo cambió radicalmente hace una década, cuando un comando suicida secuestró cuatro aviones comerciales y los estrelló contra el World Trade Center, el Pentágono y en Pensilvania.
Óscar Díaz/Agencias
El año 2001, el primero del nuevo milenio, prometía para miles de latinos residentes de forma indocumentada en Estados Unidos, la mayoría mexicanos, la esperanza de una reforma migratoria que les permitiera legalizarse. Vicente Fox, entonces presidente mexicano, vivía una luna de miel con su homólogo estadounidense, George W. Bush, y las reuniones entre ellos fueron constantes, incluidas visitas en los respectivos ranchos privados. El primero hablaba un fluido inglés, mientras que el segundo se atrevía a hablar en español, recordando su origen texano, donde fue gobernador. Los países vecinos, que por años se vieron con recelo vivían su mejor momento.
Si alguien quería viajar a un tercer país con escala en Estados Unidos podía hacerlo sin necesidad de tener una visa de turista, solo debía esperar en una sala especial la salida de su próximo vuelo.
Las medidas de seguridad en los aeropuertos no eran ni por cerca lo estricto que son ahora.
El Salvador se sacudía los escombros de dos terremotos y un cuarto de millón de compatriotas gozaba del Estatus de Protección Temporal (TPS).
Martes 11 de septiembre. Ni Estados Unidos ni el mundo imaginaban lo que ocurriría en su corazón financiero, Nueva York, y en el símbolo del poderío militar: El Pentágono, en los suburbios de Washington, D.C.
El reloj marca 8:46 de la mañana (hora del Este, dos menos en El Salvador), el avión de American Airlines vuelo 11, que cubría la ruta Boston-Los Ángeles, secuestrado por terroristas, se estrella en la torre norte del World Trade Center, una de las torres gemelas.
Las cadenas informativas comienzan a reportar el hecho, pero la confusión reina al ver salir el humo del imponente edificio, ya que se pensaba que era un accidente aéreo. La ciudad que nunca duerme, que ha sido destruida y atacada en infinidad de películas, vivía un hecho que superaba la ficción.
Aproximadamente a 387 kilómetros Nueva York, el vuelo 77 de American Airlines se estrecha contra el Pentágono, en las afueras de la capital estadounidense. Eran las 9:37 de la mañana.
A las 10:03 de la mañana, el vuelo 93 de United Airlines se estrella en una zona rural, en Shanksville, Pensilvania. Su objetivo era destruir el Capitolio.
Menos de dos horas después del primer avión estrellado en Nueva York, a las 10:28 de la mañana, cuando ya el mundo estaba encadenado vía televisión en directo, lo que se vio fue inaudito: un segundo avión comercial impactaba la segunda de las torres.
A esa hora ya no había ninguna duda de que se trataba de un plan orquestado para golpear a Estados Unidos, esta vez dentro de su territorio.
Las imágenes de un presidente Bush sin pronunciar palabra durante unos siete minutos en una escuela de la Florida le dieron también la vuelta al mundo. El mandatario dijo en un documental transmitido el 28 de agosto por el canal The National Geographic que analizaba la forma de cómo responderían a los ataques. Los atentados le costaron la vida a casi 3,000 personas, incluidas dos salvadoreñas.
Venganza, manos a la obra
No pasaron muchos días para que Estados Unidos, que había jurado vengar los ataques, culpara al líder de la red terrorista Al Qaeda, Osama Bin Laden, quien se ocultaba en Afganistán con la complicidad del régimen fundamentalista islámico del Talibán, que gobernaba ese país con mano de hierro. Bin Laden no era desconocido, ya que Al Qaeda era sospechoso del ataque al WTC en 1993.
“Quiero justicia”, exclamó el presidente, “hay un viejo cartel en el Oeste que dice: Vivo o Muerto”.
Por su parte, el entonces secretario de Estado, el general retirado Colin Powell, aseguró: “Todos los caminos conducen a… Osama Bin Laden y su ubicación en Afganistán”.
Powell, protagonista en la Guerra del Golfo en 2001, fue el encargado de intentar convencer, sin éxito, a la milicia talibán para que entregara a Bin Laden.
El Gobierno estadounidense comenzó a tejer una coalición internacional, donde figuraban como principales aliados Gran Bretaña y Pakistán.
Los dimes y diretes se prolongaron por casi un mes, hasta que el domingo 7 de octubre de 2001 Estados Unidos lanzó sus primeros ataques aéreos contra las principales ciudades afganas. “Hoy nos enfocamos en Afganistán, pero la batalla es más amplia. Cada nación tiene una decisión que tomar. En este conflicto no hay territorio neutral”, dijo Bush.
El régimen talibán cayó y el poder recayó en Hamid Karzai, quien 10 años después no ha logrado estabilizar el país.
El siguiente objetivo militar en la “guerra contra el terrorismo” fue otro antiguo enemigo estadounidense, Sadam Husein. El dictador iraquí, a quien George Bush padre no pudo sacar del poder en 1991, fue señalado por Estados Unidos de tener en su poder armas de destrucción masiva.
En marzo de 2003 inició el ataque a Irak, Husein capturado meses después y ejecutado en la horca en diciembre de 2006, pero las armas nunca aparecieron.
Los países que se unieron a la coalición se fueron retirando, uno de ellos El Salvador, que contribuyó con 11 contingentes y cinco soldados muertos.