Juan Pablo II, superestrella
Ningún otro Papa había generado el magnetismo sobre las masas como Juan Pablo II.

 

De San Francisco a Buenos Aires, de Río de Janeiro a Seúl, de Manila a París, dondequiera que fue, el Papa reunió en sus peregrinaciones a más personas que ninguna otra personalidad. Para hacer palidecer a cualquier estrella de rock o de cine.

En ocasiones como en Manila, Filipinas, en 1995, donde dos millones de personas asistieron a verlo –la mayor concentración en torno al Papa– , Juan Pablo II tuvo que ser transportado en helicóptero hasta el templete.

¿Cómo explicar ese magnetismo, ese éxito de un hombre que a pesar de viejo y con un mensaje no siempre halagador siguió fascinando a las multitudes hasta el fin?

El teatro y los medios

Es sin duda en la juventud de Karol Wojtyla, en su trabajo de dramaturgo y actor que efectuó antes incluso de entrar al seminario que residió una parte del secreto de su carisma, de sus gestos, de la atracción que generó en las masas.

La experiencia sobre las tablas dejó sus huellas: tonos trabajados, énfasis en determinadas palabras, silencios después de declaraciones importantes, gestos de las manos, juego con las reacciones y las ovaciones de la multitud.

Pero ese mismo Papa de las masas fue también un pontífice intimista que supo dialogar por igual con 2 millones de personas que con un individuo.

Más que ningún Papa antes que él, supo poner al individuo al centro de su doctrina. Juan Pablo II vio en cada católico, un apóstol, y en cada ser humano, un hermano. Así, el individuo salió de la masa y entró con él en escena.

Sólo en sus audiencias públicas de los miércoles, que superaron el millar, se calcula que asistieron al Vaticano más de 17 millones de fieles para dialogar con el Santo Padre.

Y en esa puesta en escena supo utilizar a los medios de comunicación a su favor.

No sólo incluyendo, desde el inicio de su pontificado, al Vaticano en las transmisiones satelitales y produciendo videocasetes con sus mensajes, sino proyectando la imagen de un hombre ordinario que se dejaba captar por las cámaras cuando nadaba, esquiaba o cuando, ya viejo, arremolinaba su bastón en el viento de los montes Tatras, de Polonia.

Una imagen que sedujo incluso a millones de jóvenes. Una de las poblaciones católicas que menos entusiasmo había mostrado desde el Concilio Vaticano II.