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Wojtyla, hijo del socialismo real, se encuentra al llegar al Vaticano confrontado con una política de apertura y diálogo con los países del Este, heredada por su predecesor Pablo VI. Su secretario de Estado conduce esa política bajo la forma de un prudente diplomático, haciendo énfasis en las relaciones con los altos responsables y manteniendo un básico entendimiento con los regímenes. El nuevo Papa está convencido de que, tanto sobre el plano teórico como el práctico, el comunismo es una opción inviable que todo católico debe combatir y apuesta por influenciar el curso de la historia haciendo reaccionar a las masas de fieles. Karol Wojtyla no quiere paños tibios. El Papa no espera otra cosa más que su caída. Homilías, semilla subversiva Menos de ocho meses después de instaurado, Juan Pablo II regresa a su natal Polonia. Sus homilías ante millones de personas llevan una semilla subversiva. En las cuatro ciudades que visita en nueve días, el Papa insiste sobre la soberanía nacional, defiende los derechos del hombre, llama a la unión de la Europa cristiana y afirma la dignidad del trabajo humano. En agosto de 1980, 14 meses después de su visita, los trabajadores de los talleres navales de Gdansk se van a la huelga. En la puerta de entrada, sobre una manta, aparece el retrato del Papa. Abajo, el legendario término Solidaridad, que daría nombre al primer sindicato libre al este del muro de Berlín, dirigido por Lech Walesa. Esa falta de respeto le inspira a Moscú el deseo de repetir, en terreno polaco, el abrupto fin de la Primavera de Praga. Estados Unidos y el Vaticano lo saben. El general Jaruselzki, jefe del Gobierno polaco, trata de convencer a los soviéticos de que él puede contener a los descontentos por sus propios medios. Moscú retrocede. Y el Papa regresa al menos dos veces más a Polonia. A pesar de la represión, el malestar con el Gobierno y el poder central afincado en Moscú no dejan de crecer en la década de los ochenta. Incapaz de relanzar una maltrecha economía y mucho menos de llevar a cabo las reformas indispensables para mantener a raya el descontento popular, el régimen cae en 1989. Varsovia se convierte en el primer gobierno no comunista del bloque. Desde la costa báltica crece un viento renovador que desbarata, en los meses siguientes, uno a uno, como endebles piezas de dominó, a todos los regímenes del este. Hasta llegar donde todo comenzó: Moscú. La glasnost (transparencia) y la perestroika (transformación), lanzadas por Michail Gorbachov, el nuevo jefe del Kremlin para tratar de salvar a un modelo condenado, le dan el tiro de gracia al comunismo. El mundo se queda, en la década de los noventa, con un modelo capitalista que tampoco termina de convencer al pontífice. Un jalón de orejas a domicilioLa preocupación fundamental del Papa es el hombre. Por eso, desde el principio condena la violencia, la tortura, el terrorismo, los gobiernos donde el poder está impuesto por un grupo determinado a todos los demás miembros de la sociedad. Obviamente, es al Gobierno polaco que se dirige en un primer momento, pero rápidamente su apostolado se expande a toda la Tierra, incluso a rincones apartados, gobernados por dictadores católicos, poco acostumbrados a que les llamen la atención sobre su forma de gobernar. Irónicamente, muchos lo invitan esperanzados en que su poder espiritual sea suficiente para proteger sus regímenes del descontento popular. Lejos de eso, varios fueron los que se llevaron un jalón de orejas a domicilio. Fidel Castro, en Cuba, y Augusto Pinochet, en Chile, fueron sólo los más conocidos. Pero otros más como Ferdinand Marcos (Filipinas), Suharto (Indonesia), Jean Claude Duvalier (Haití), Mobutu (Zaire) y Abacha (Nigeria) escucharon discursos parecidos en sus propias casas. |