|
|
|
Al final de una larga jornada de celebraciones del mes de octubre de 1998, conmemorando sus 20 años de pontificado, Juan Pablo II se autocuestionó frente a 75 mil personas que lo escuchaban en la plaza de San Pedro. ¿Has sido un diligente y vigilante jerarca de la Iglesia? ¿Has tratado de satisfacer las expectativas de los fieles, así como el hambre de verdad que sentimos en el mundo fuera de la Iglesia? El Papa no respondió, pero pidió a cambio plegarias para ayudarlo a llevar a cabo su misión hasta el final. Hasta el final, en la tradición papal, traduce la voluntad del mandatario de la Iglesia de morir no como un pensionado en los Apeninos, sino como un Papa. De los 263 hombres que lo precedieron en el trono del Vaticano, sólo uno, Celestino V, en 1294, dejó su pontificado antes de morir. Juan Pablo II nunca quiso pasar a los libros de historia como el segundo en renunciar, a pesar de su salud. Del deportista al anciano Pero su testarudez quizá no se redujo a una simple estadística. Luchador incansable, el Papa no aceptó la derrota. Una conciencia aguda de los peligros a los que estaba expuesta su Iglesia le negaban toda tentación de retiro, sin dejar de lado que después de su elección y su salvación casi milagrosa del atentado de 1981, el pontífice no dudó en admitir que su vida no le pertenecía. Para él, el retiro sólo habría sido posible si Dios le enviaba otro signo tan claro como los dos anteriores. Por eso al Papa joven y deportivo lo fue eclipsando la imagen de un hombre viejo con bastón y las manos temblorosas y, finalmente, la de un anciano postrado en una silla de ruedas al cual le faltaba el oxígeno para terminar de leer sus discursos. Aún así, devastado por el mal de Parkinson, una cadera y un hombro dislocado en 1994, operado del colon por un tumor precanceroso y herido en el abdomen y su mano derecha por el pistolero Agca, el Papa no soltó el Evangelio. |