Un niño brillante, pero sufrido


La muerte de su madre y de su hermano marcaron profundamente la infancia de Karol Wojtyla. En la juventud, la religión le coqueteó, pero aún no era el momento indicado.


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1918. Al final de la Primera Guerra Mundial, después de 123 años de ser un territorio ocupado por Rusia, Prusia y Austria, Polonia daba sus primeras bocanadas de vida como un país libre. La tarea no era fácil y el camino para consolidarse como Estado nación estaba lleno de obstáculos.

No solo se trataba de la reconstrucción del país. Para la flamante Polonia, las amenazas externas no habían cesado: el “Ejército rojo” quería atravesar su territorio para, junto con los comunistas alemanes, dar el banderillazo de salida de la “revolución mundial”.

Los polacos detendrían, finalmente, a los soviéticos a las puertas de Varsovia, en el verano de 1920, y los harían retroceder hacia el Este.

Esa victoria militar tuvo un efecto inmediato, un sentimiento nacionalista sin igual que se tradujo en un esfuerzo colectivo de reconstrucción.

Aunque la democracia aún cojeaba, el país veía el desarrollo de su economía y el ascenso de una nueva clase media educada al estilo

occidental.

Es en ese ambiente, un 18 de mayo de 1920, en el número 4 de la calle Koscielna de una pequeña localidad al sur del país llamada Wadowice, que nace Karol Jozef Wojtyla, el Papa número 264.

¿Sacerdocio? No, gracias

Wadowice era por ese entonces una ciudad pequeña al suroeste de Cracovia, un lugar donde convivían más mal que bien, debido al antisemitismo que comenzaba a envolver al país: 8 mil católicos y 2 mil judíos.

Karol o “Lolek”, como lo llamarán luego cariñosamente sus amigos, era el segundo hijo de Emilia Kaczorowska y de Jozef Wojtyla, dos estrictos católicos, descendientes de familias campesinas y artesanas.

Pero a pesar de la ortodoxia religiosa en la que es criado, ni sus padres ni los sacerdotes que frecuentaba en la iglesia cuando servía como monaguillo le transmitieron un sentimiento antijudío.

De hecho, Jerzy Kluger, uno de sus mejores amigos de la infancia y que un día serviría de nexo entre el Vaticano y el Estado de Israel, era judío.

Por lo demás, “Lolek” era un niño sin muchos problemas: la mayoría del tiempo primero de su clase, fue posteriormente un dinámico atleta que esquiaba, nadaba y hacía caminata.

La apacible imagen de deportista y excelente alumno llevaba, sin embargo, la trágica marca de la muerte estampada en el reverso: cuando solo tenía nueve años, murió su madre; tres años después, Edmund, su hermano mayor.

Karol se quedó solo con el sobrio militar que era su padre, quien le inculcó la austeridad y la devoción.

Con 18 años cumplidos, después de participar en el entrenamiento militar obligatorio, “Lolek” y su padre se mudaron a Cracovia, donde el joven se inscribió en la Universidad Jaguelloniana.

El cardenal Adam Sapieha, durante un encuentro fortuito con ese joven prometedor, le había propuesto el camino del sacerdocio.

Pero para “Lolek” no era el momento y quizás tampoco era el camino.

El día que cruza el umbral de la universidad no lo hace siguiendo a Dios, sino a sus dos pasiones: la literatura y la filosofía.



Las rodillas de su padre

Quizás ninguna figura fue tan determinante en la carrera religiosa de Karol Wojtyla como la del sastre y estricto oficial retirado que encontró en su padre, Karol.

El padre no solo cosía la ropa de su hijo, sino que lo hacía estudiar en un cuarto frío para fortalecer su carácter y desarrollar su concentración.

“Trataba de desarrollar la misma disciplina en su hijo que la que infundía en sus soldados”, le recordó en algún momento uno de los amigos de infancia de “Lolek” a la revista “People”.

Pero de la mano de esa faceta de dura disciplina caminaba la de un hombre cariñoso y, por sobre todas las cosas, devoto.

Su larga estadía a solas con él después de la muerte de su madre y de su hermano le comenzaron a marcar el camino de la religión.

“A veces me levantaba durante la noche y encontraba a mi padre de rodillas, como siempre lo veía arrodillarse en la parroquia.

Su ejemplo fue en cierta medida mi primer seminario”, admitió en 1996 Juan Pablo II.