Aquellos que no coincidían


A la par del Papa adorado, de las congregaciones multitudinarias, los combates de Juan Pablo II le valieron también la enemistad de muchas personas.


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13 de mayo de 1981. Una serie de detonaciones cruzan la plaza San Pedro y alcanzan al Papa, que los miércoles, como todos, saluda a los miles de fieles reunidos frente a la basílica.

Las balas disparadas por un joven terrorista turco de nombre Alí Agca lesionan al Santo Padre en el abdomen y en el codo derecho.

Aunque Agca es capturado y Juan Pablo II intervenido a tiempo, el pontífice tardará casi un año en recobrar completamente sus fuerzas.

El atentado pasó a la historia y puso en evidencia que, lejos de los millones y millones de personas congregadas durante sus visitas pastorales, lejos del magnetismo del Papa de las masas, había grupos en contra, personas que disentían y algunos que también lo odiaban.

La oposición

Totalitario, intransigente en la medida que considera la doctrina católica como una unidad indivisible, Juan Pablo II rechaza la idea de “libre opción” heredada de la filosofía del “siglo de las luces”.

La religión no es un menú donde cada uno puede escoger lo que quiere.

Desvanecida la era de las grandes ideologías, el Papa sabe que, con su discurso, se enfrenta a un mundo occidental posmoderno cada vez más secularizado, permisivo y consumista, que le puede granjear no pocas enemistades.

Pero eso lo tiene sin cuidado. “Cuando la verdadera doctrina es impopular, no está permitido buscar la popularidad al precio de acomodaciones fáciles”, resume.

Y la marejada de voces disidentes en contra de principios que muchos consideran arcaicos no se hace esperar, sobre todo en el mundo industrializado.

En Phoenix y San Francisco, Estados Unidos, la comunidad gay le grita, en 1987, “Pope go home” (Papa vete a casa), “Pope go homo” (Papa hazte homosexual). Los punks de Holanda eligen una reina de las brujas y asedian el Palacio de las Exposiciones, donde se encuentra Juan Pablo II.

Las feministas canadienses se movilizan en contra del Papa, cuando este beatifica a Sor Marie Leonie, fundadora de una congregación cuyas religiosas se consagran al servicio de los sacerdotes.

Incluso en su natal Polonia, donde ha congregado a millones y millones de personas antes y después de la era comunista, no logra conseguir del Gobierno una legislación antiaborto.

Sin embargo, no solo el fiel apego al Evangelio le trajo problemas.

Juan Pablo II tomó decisiones y dijo cosas de las cuales se arrepintió posteriormente, aunque demasiado tarde.

Los monjes budistas boicotearon en una ocasión su visita a Sri Lanka, después de que el Papa declaró que el budismo era “un sistema ateo”.

También fue duramente criticado por cuestionar la legitimidad del sacerdocio episcopal y por otorgar el título de caballero papal a Kurt Waldheim, el antiguo presidente austríaco que durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para la Inteligencia alemana.

Lo mismo pasó con su apoyo a movimientos católicos como el Opus Dei y Los Legionarios de Cristo, que a los ojos de muchos son la contraparte católica de la derecha protestante y fundamentalista.

Pero esperar que hubiera sido sólo un personaje popular habría sido un error. El editor de la revista “America”, el padre Thomas Reese, lo ve así: “No se puede esperar que los papas sean hacedores de milagros, que cualquier cosa que digan todos la acepten y la hagan. Ésa no es la historia de la Iglesia. Condenarlo o canonizarlo es ignorar la complejidad de la persona y del mundo en el que vivimos”.



El abucheo de Managua

Quizás ningún país de América Latina —un continente extremadamente religioso, acostumbrado a darle efusivos recibimientos al Papa— le haya mostrado tanto su descontento a Juan Pablo II como Nicaragua.

Corría marzo de 1983. El régimen sandinista tenía cuatro años de haber llegado al poder por medio de una revolución armada. En la gran plaza de Managua, 800 mil personas siguen la homilía del Papa que condena de pronto la experiencia de la “Iglesia popular”.

“Ningún cristiano puede tomar la responsabilidad de romper la unidad de la Iglesia, actuando al margen o en contra de la voluntad de los obispos”, dice en un fuerte llamado a los sacerdotes Ernesto Cardenal, su hermano Fernando y Miguel d'Escoto, todos miembros del gobierno sandinista.

La multitud lo abuchea y lo interrumpe. De las masas surgen banderas con el lema de “poder popular”. Los micrófonos del Papa son cortados mientras que los altoparlantes de los contestatarios funcionan a la perfección.

Para los periodistas internacionales, no hay duda de que los militantes sandinistas organizan el reclamo.

Rojo de cólera, el Papa tiene que imponer su voz y gritar “silencio” en repetidas ocasiones para continuar con su homilía.