Un salvadoreño
frente al cuerpo de Juan Pablo II El ministro consejero de la Embajada de El Salvador ante la Santa Sede, Eduardo Vides Larín, fue el primer salvadoreño en inclinarse ante el cuerpo de Juan Pablo II después de su muerte. Aquí lo cuenta en primera persona. |
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Costaba concebirlo así, inerte. Cuando al término de la misa solemne del domingo nos dijeron que las representaciones diplomáticas iban a entrar a la Sala Clementina a rendir homenaje al Papa, a su cuerpo, me sentí emocionado, pero ahora pienso que en realidad dispusimos de poco tiempo para dimensionar, para reflexionar sobre lo que íbamos a presenciar. Sonaban cantos gregorianos. Estaban presentes altísimos prelados: monseñor Leonardo Sandri, sustituto para Asuntos Generales, monseñor Giovanni Lajolo, hasta el sábado secretario para las Relaciones con los Estados, monseñor Ángelo Sodano, que era secretario de Estado... Primero entraron las autoridades italianas, con algo de ceremonial. Después, el resto. Primero los embajadores, España, Paraguay, Argentina, todos en un orden algo exento de protocolo. Finalmente entramos el resto, tras una breve espera que sobrellevamos entre comentarios triviales sobre aspectos organizativos. Hablábamos de la extensión de las delegaciones de nuestros países que vendrán a los funerales de Estado, de los problemas logísticos, pero internamente, en los silencios, todos volvíamos a la reflexión de que hemos perdido a un gran hombre, a una de las figuras más importantes de la segunda mitad del siglo XX. El momento Insisto: era muy duro verlo así, sobre todo después de haberlo conocido vivo. Lo recuerdo en el 83, en su visita a El Salvador... Era un atleta. Tal vez por eso fue tan impactante ver en estos años su declive físico, y ahora tener delante solo su cuerpo. Estaba acabado por las enfermedades. Había recibido golpes tremendos. Pero se mostró siempre incansable. Puedo asegurar que si a algún lugar no fue es porque no lo invitaron o no le alcanzó la vida, y ante su cuerpo uno no podía dejar de pensar que se vació, que se entregó completo. Era un recordatorio de que la muerte nos llega a todos. Tras días de dicotomía, entre la voluntad normal de querer conservarlo aquí, entre nosotros, y la certeza de que, en realidad la muerte le permitiría descansar de su sufrimiento y llegar junto al Padre, verlo así era un claro mensaje. Personalmente, aunque es prematuro y no quiero caer en especulaciones ni intrigas, reconozco que me queda ahora la duda de si la Iglesia optara por nombrar, como se hacía en el medioevo, a un papa transitorio, que no viaje tanto, que no se proyecte como lo hizo este. O quizá por un papa de gran responsabilidad, que sea capaz de administrar esta herencia y la continúe. Al fin y al cabo, hablar del futuro papa en este momento son solo conjeturas, no previsiones. Ante la dificultad, lo importante es, pues, una cuestión de fe. El Espíritu Santo deberá iluminar al cónclave. Al fin y al cabo, los papas del renacimiento, del XVIII, del XIX, ya no existen. Ahora el papa debe ir al encuentro de la gente, debe hacer sentir que la Iglesia está viva. Como lo hizo Juan Pablo II.
Peregrinos frente al féretro Oración ante un santo Fieles católicos buscan milagros, a través de oraciones, a Juan Pablo II y agradecen poder verlo. La cara redonda de Maximina Seguta, de evidentes rasgos mexicanos, se muestra desconcertada. He perdido a mi hermana, dice. Salieron de dar el último adiós a Juan Pablo II y el dispositivo de seguridad las lanzó por puertas diferentes, separadas por más de un kilómetro de camino entre la muchedumbre. Ella y su hermana son de los cientos de miles de peregrinos que han acudido a Roma para despedir, en persona, a quien fue su máximo líder religioso. He esperado por toda la vida para ver al Santo Padre, y por fin se me ha hecho, cuenta Maximina, todavía buscando a su hermana. Aunque esté muertito, le he pedido que me dé perseverancia en mi vida religiosa, verlo en su sufrimiento me hace pensar que vale la pena entregarle mi vida a Dios, dice. A los 20 minutos aparece su hermana menor, Eugenia, que todavía no se le quita de la mente lo que le ha pedido a Juan Pablo II, a quien ya considera un santo. Tenemos un hermano de 32 que tiene un tumor cerebral desde hace seis y medio, le pedí que si puede, lo sane, y que si no, que lo ayude a dejar de sufrir. Es un milagro que le pedí desde hace tiempo; a ver si él me lo cumple, dice.
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