PAPABLE. Son 117 los cardenales con derecho a elegir el próximo papa; entre ellos, el propio Óscar Andrés Rodríguez Madariaga. | La opción centroamericana Maradiaga José
Luis Sanz / Enviado especial |
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Eran casi las 4 de la tarde del lunes 4 de abril cuando el cardenal hondureño Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga pronunció para sus familiares la frase que aún no se sabe si cumplirá: Voy con boleto de ida y vuelta; en un mes regreso a seguir trabajando por Honduras. Aquellas palabras salieron de la boca del cardenal que se menciona con fuerza como posible sucesor de Juan Pablo II minutos antes de abordar el avión que lo llevó al aeropuerto Leonardo da Vinci, en Roma.
Maradiaga no es un sacerdote común. Lo persigue una lista de anécdotas increíbles, que rozan la línea de lo milagroso, y que son contadas por sus cercanos. Un currículo que va de saxofonista hasta presidente de una comisión anticorrupción. Y una infancia con juegos de sacerdote que estuvo a punto de no empezar. Era un 29 de diciembre de 1942 cuando Raquel Maradiaga dio
a luz a su tercer hijo, Óscar, cuando todavía no lo esperaba. Solo
habían pasado siete meses desde el inicio de la gestación. Menos de una semana pasó, y la familia Rodríguez Maradiaga regresó a su casa de clase media alta en el centro de Tegucigalpa, la capital hondureña, acompañada de un bebé prematuro que pesaba tres libras y media y seguía delicado de salud. A falta de incubadoras en aquellos años, bolsas con agua tibia cumplían con la función de calentar el cuerpo de Óscar, postrado sobre su cuna. Su hermano, Jorge, fue quien sugirió el nombre que, ante el agrado del padre, dejó descartado el de René, que su madre había pensado ponerle. Óscar se estabilizó
poco a poco, y solo le quedaron problemas en los bronquios como consecuencia por
haber venido a este mundo con dos meses de anticipación. La familia de Óscar es también conservadora y muy devota. De hecho, en la actualidad, varios de sus parientes son colaboradores permanentes del Opus Dei. Su madre rezaba a diario el rosario y su padre, el menos religioso del núcleo, era de la idea de que las mujeres no tenían por qué estudiar una carrera universitaria, se van a casar de todos modos. El cardenal fue, según su hermana, el más travieso y juguetón. Entre todos los juegos, su hermana recuerda dos que aún ahora le llaman la atención. El primero consistía en tomar las muñecas de la pequeña Hortensia y bautizarlas. Hacía toda una ceremonia, explica ella. El segundo, no menos eclesiástico, trataba de construir con papel periódico un pequeño altar, una casulla y oficiar una misa ante el público de su familia que quisiera tomar el papel de feligresía. Juegos de niños. Juegos que, a los seis años, derivaron en una propuesta que sacudió al padre de los Maradiaga. Una propuesta seria. Me quiero ir al seminario, recuerda su hermano Jorge que dijo el pequeño. La respuesta de su padre fue tajante: ¡Cómo va a creer! Primero hágase hombre y deje de pensar en ese montón de curas, cuando termine su bachillerato podemos hablar del tema. Así fue. Once años después,
en 1959, el joven, aficionado a armar aviones a escala, y ya diestro en varios
instrumentos musicales, repitió su intención. Jorge, quien fue un
joven muy diferente a Óscar, y que incluso quiso entrar a la educación
militar, relata aquella noche. Estábamos en la fiesta de graduación
tomándonos unos tragos con los amigos y familiares cuando mi papá
hizo la pregunta: Y Óscar, ¿qué va a estudiar?.
Me quiero ir al seminario, contestó. Fue un golpe para mi padre,
recuerda. Un año después, en 1962, el seminarista obtiene su primer título superior: maestro de educación primaria. Y, desde entonces, su currículo empieza a devorar acreditaciones. Maestro de educación media en Física, Química y ciencias naturales y licenciado en Filosofía del Instituto Don Rúa. Pero ese mismo año recibe una llamada que lo hace volver presuroso a Honduras. Su padre estaba grave, a punto de morir. Su hermana recuerda cuál fue la gran diferencia entre el Óscar que se había ido y el que volvía. Venía vestido con sotana, rememora desde su casa en el bulevar Los Próceres, uno de los más importantes de Tegucigalpa. Aun como seminarista tenía que utilizarla. También regresó más maduro, y una sola anécdota lo ejemplifica. Jorge, su
hermano mayor, estaba en México cursando ingeniería civil. Óscar,
al ver que la situación se había complicado, propuso a su madre
abandonar el seminario y regresar a trabajar para que Jorge pudiese terminar la
carrera. Su madre se rehusó y aseguró que para la familia bastaba
el pequeño negocio que su esposo había montado luego de abandonar
el Gobierno. Un año después, tras haber destacado en las carreras cursadas, pasó de alumno a profesor: de primaria y secundaria en el instituto salesiano Rinaldi; de Química, Física y Música en el colegio salesiano santaneco Don Bosco. Mientras, el joven no abandonaba su otra pasión: la música. Durante tres años, recibió clases de piano en el conservatorio nacional salvadoreño. Maradiaga era, según algunas personas que recibieron sus clases, un hombre estricto, exigente, puntual, pero muy cercano a sus alumnos, con los que, de vez en cuando, se confundía en medio de dos equipos de fútbol. En 1965, el
seminarista parte hacia Guatemala para continuar sus estudios e impartir clases
en el seminario salesiano de aquel país. Ahí, todo era más
rígido. Dentro del seminario, los salesianos tenían prohibido hablar
a las seminaristas mujeres (que habían sido aceptadas como medida excepcional).
Las nuevas tendencias de la doctrina católica que circulaban y que años
después tomarían el nombre de Teología de la Liberación
también sonaban a prohibición. En el Instituto Filosófico, lo conoce como maestro Óscar Rodríguez, actual párroco de la iglesia María Auxiliadora, de San Salvador. Se comportaba como uno de nosotros, aún siendo rector, recuerda, al tiempo que muestra una fotografía sepia en la que aparecen los dos, maestro y alumno, actuaban en una obra de teatro policíaca en el seminario. Además, salía de paseo con el grupo a lugares sanos, según el párroco: lagos, playas, montañas. Óscar
Andrés Rodríguez Maradiaga, para ese entonces, era ya un sacerdote
joven y con grandes conocimientos. Sin embargo, eso era poco. Fue justo en esos
años cuando empezó a fraguarse, de manera poco llamativa su
eminencia, como le llaman algunos familiares y clérigos. El que más
de 15 años después, tras un incesante ascenso, llegaría a
presidir, a petición de Juan Pablo II, el Consejo Episcopal Latinoamericano
(CELAM), la instancia rectora de los obispos de toda Latinoamérica. |