PAPABLE. Son 117 los cardenales con derecho a elegir el próximo papa; entre ellos, el propio Óscar Andrés Rodríguez Madariaga.

 

La opción centroamericana

Maradiaga

José Luis Sanz / Enviado especial
mundo@laprensa.com.sv

Nadie sabe lo que sucederá en el cónclave que comienza el próximo lunes, pero de lo que sí hay certeza es de que el cardenal y arzobispo de Tegucigalpa, Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga, es uno de los nombres que más suenan para convertirse en el sucesor número 265 de San Pedro. Con esta entrega se pretende conocer mejor a este religioso, que podría convertirse en el primer papa centromericano.


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Visita a El Salvador en 2004

Llegó en junio de 2004 como respuesta a una invitación que le hace, con ocho meses de anticipación, el párroco salesiano de la iglesia María Auxiliadora, mejor conocida como Don Rúa.

En la charla, compartió plataforma con el conocido padre Alberto Cutie, quien conduce un programa de entrevistas televisivas transmitido en Estados Unidos y gran parte de Latinoamérica.

Criticó a los medios de comunicación por haber sustituido a la Iglesia y a la familia en el papel de educar a los hijos. Además, llamó “terrorismo demográfico” a las políticas de planificación familiar impulsadas por los estados.

 
 Ni me hablés de quedarme allá (en el Vaticano); quiero volver a Honduras.”|

Cuenta su hermano, Jorge, que
le dijo el cardenal pocos días antes
de salir hacia Roma para participar
en los actos fúnebres de Juan Pablo II.

 
 
 Óscar toma la posibilidad de ser papa con mucha paz, no ha hablado mucho de eso, solo dice: ‘Yo regresaré pronto’.”|

Hortensia Rodríguez,
hermana del cardenal hondureño

 

La cábala de los medios

Según pronósticos de medios de comunicación, en Maradiaga resaltan dos pro y un contra para convertirse en el sucesor de Juan Pablo II.
En pro: habla ocho idiomas y se le ha identificado como férreo defensor del dogma de la Iglesia.
En contra: su edad, 62 años, que, según se asegura, son pocos para el Vaticano.

 

Eran casi las 4 de la tarde del lunes 4 de abril cuando el cardenal hondureño Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga pronunció para sus familiares la frase que aún no se sabe si cumplirá: “Voy con boleto de ida y vuelta; en un mes regreso a seguir trabajando por Honduras”. Aquellas palabras salieron de la boca del cardenal que se menciona con fuerza como posible sucesor de Juan Pablo II minutos antes de abordar el avión que lo llevó al aeropuerto Leonardo da Vinci, en Roma.


El cardenal de 62 años voló hacia Ciudad del Vaticano para participar en los actos fúnebres de Juan Pablo II y del cónclave que iniciará el próximo 18 de abril. Ahí se elegirá al líder de los cerca de 1 mil 100 millones de católicos del mundo. Atrás dejó un Honduras dividido entre la esperanza de trascender no por la violencia, sino por darle la nacionalidad a un papa, y el sentimiento de haber quedado, como le llaman sus conocidos, sin “el hombre más influyente del país”.

Maradiaga no es un sacerdote común. Lo persigue una lista de anécdotas increíbles, que rozan la línea de lo milagroso, y que son contadas por sus cercanos. Un currículo que va de saxofonista hasta presidente de una comisión anticorrupción. Y una infancia con juegos de sacerdote que estuvo a punto de no empezar.

Era un 29 de diciembre de 1942 cuando Raquel Maradiaga dio a luz a su tercer hijo, Óscar, cuando todavía no lo esperaba. Solo habían pasado siete meses desde el inicio de la gestación.
Encomendado a la virgen
“Mire, con este niño, no hay nada que hacer”, dijo el médico a Andrés Rodríguez Palacios, el padre del bebé de siete meses. Entonces, en la habitación del hospital, Raquel elevaba una plegaria a la virgen: “Virgencita, si mantienes con vida a mi hijo, lo pongo a tu disposición, para que tú decidas sobre él”.

Menos de una semana pasó, y la familia Rodríguez Maradiaga regresó a su casa de clase media alta en el centro de Tegucigalpa, la capital hondureña, acompañada de un bebé prematuro que pesaba tres libras y media y seguía delicado de salud.

A falta de incubadoras en aquellos años, bolsas con agua tibia cumplían con la función de calentar el cuerpo de Óscar, postrado sobre su cuna. Su hermano, Jorge, fue quien sugirió el nombre que, ante el agrado del padre, dejó descartado el de René, que su madre había pensado ponerle.

Óscar se estabilizó poco a poco, y solo le quedaron problemas en los bronquios como consecuencia por haber venido a este mundo con dos meses de anticipación.
La infancia transcurrió con relativa normalidad. La familia Rodríguez era acomodada. Raquel era ama de casa, “como todas las mujeres casadas de aquella época”, explica ahora Hortensia, hermana del cardenal. Andrés era secretario en el Gobierno de aquella época, bajo la presidencia del derechista, nacionalista, doctor y general Tiburcio Carías Andino.

La familia de Óscar es también conservadora y muy devota. De hecho, en la actualidad, varios de sus parientes son colaboradores permanentes del Opus Dei. Su madre rezaba a diario el rosario y su padre, el menos religioso del núcleo, era de la idea de que las mujeres no tenían por qué estudiar una carrera universitaria, “se van a casar de todos modos”. El cardenal fue, según su hermana, “el más travieso y juguetón”.

Entre todos los juegos, su hermana recuerda dos que aún ahora le llaman la atención. El primero consistía en tomar las muñecas de la pequeña Hortensia y bautizarlas. “Hacía toda una ceremonia”, explica ella. El segundo, no menos eclesiástico, trataba de construir con papel periódico un pequeño altar, una casulla y oficiar una misa ante el público de su familia que quisiera tomar el papel de feligresía. Juegos de niños.

Juegos que, a los seis años, derivaron en una propuesta que sacudió al padre de los Maradiaga. Una propuesta seria. “Me quiero ir al seminario”, recuerda su hermano Jorge que dijo el pequeño. La respuesta de su padre fue tajante: “¡Cómo va a creer! Primero hágase hombre y deje de pensar en ese montón de curas, cuando termine su bachillerato podemos hablar del tema”.

Así fue. Once años después, en 1959, el joven, aficionado a armar aviones a escala, y ya diestro en varios instrumentos musicales, repitió su intención. Jorge, quien fue un joven muy diferente a Óscar, y que incluso quiso entrar a la educación militar, relata aquella noche. “Estábamos en la fiesta de graduación tomándonos unos tragos con los amigos y familiares cuando mi papá hizo la pregunta: ‘Y Óscar, ¿qué va a estudiar?’. ‘Me quiero ir al seminario’, contestó. Fue un golpe para mi padre”, recuerda.

El ahora cardenal, que según su padre sería ingeniero mecánico, había decidido ya su camino. A sus 16 años, recién graduado del colegio salesiano San Miguel de Tegucigalpa, iniciaba su camino al sacerdocio.
El paso por El Salvador
Sus padres acompañan a Óscar en su viaje a El Salvador. Ahí, lo dejan en la primera estación, el seminario salesiano y la escuela normal Masferrer. En esa época, los sacerdotes tenían que cursar, al mismo tiempo que el seminario, la carrera de educación primaria.

Un año después, en 1962, el seminarista obtiene su primer título superior: maestro de educación primaria. Y, desde entonces, su currículo empieza a devorar acreditaciones. Maestro de educación media en Física, Química y ciencias naturales y licenciado en Filosofía del Instituto Don Rúa. Pero ese mismo año recibe una llamada que lo hace volver presuroso a Honduras. Su padre estaba grave, a punto de morir.

Su hermana recuerda cuál fue la gran diferencia entre el Óscar que se había ido y el que volvía. “Venía vestido con sotana”, rememora desde su casa en el bulevar Los Próceres, uno de los más importantes de Tegucigalpa. Aun como seminarista tenía que utilizarla. También regresó más maduro, y una sola anécdota lo ejemplifica.

Jorge, su hermano mayor, estaba en México cursando ingeniería civil. Óscar, al ver que la situación se había complicado, propuso a su madre abandonar el seminario y regresar a trabajar para que Jorge pudiese terminar la carrera. Su madre se rehusó y aseguró que para la familia bastaba el pequeño negocio que su esposo había montado luego de abandonar el Gobierno.
Tras unos pocos días , vuelve a El Salvador, y de a poco echa más raíces.

Un año después, tras haber destacado en las carreras cursadas, pasó de alumno a profesor: de primaria y secundaria en el instituto salesiano Rinaldi; de Química, Física y Música en el colegio salesiano santaneco Don Bosco. Mientras, el joven no abandonaba su otra pasión: la música. Durante tres años, recibió clases de piano en el conservatorio nacional salvadoreño.

Maradiaga era, según algunas personas que recibieron sus clases, un hombre estricto, exigente, puntual, pero muy cercano a sus alumnos, con los que, de vez en cuando, se confundía en medio de dos equipos de fútbol.

En 1965, el seminarista parte hacia Guatemala para continuar sus estudios e impartir clases en el seminario salesiano de aquel país. Ahí, todo era más rígido. Dentro del seminario, los salesianos tenían prohibido hablar a las seminaristas mujeres (que habían sido aceptadas como medida excepcional). Las nuevas tendencias de la doctrina católica que circulaban y que años después tomarían el nombre de Teología de la Liberación también sonaban a prohibición.
En ese ambiente, y entre repetidas visitas a El Salvador, se ordenó sacerdote en 1970. En medio de ese ambiente, hablaba ya de los pobres, y de las deudas externas de los países latinoamericanos. Eso sin saber aún que 35 años después, cuando él estuviera en el Vaticano con posibilidades de ser papa, y gracias a su gestión, el Fondo Monetario Internacional y en Banco Mundial calificarían a Honduras como “país pobre y altamente endeudado”, último paso para la condonación de más de mil millones de dólares.
Su vida continúa en Guatemala. En 1971 lo nombran profesor de Teología Moral en el Instituto Teológico Salesiano; y en 1975, tras obtener en Roma su licenciatura en Teología Moral, ya funge como rector del Instituto Filosófico de los Salesianos. Para aderezar más el banquete de conocimientos, en esos años obtuvo un diplomado de Psicología Clínica en Austria.

En el Instituto Filosófico, lo conoce como maestro Óscar Rodríguez, actual párroco de la iglesia María Auxiliadora, de San Salvador. “Se comportaba como uno de nosotros, aún siendo rector”, recuerda, al tiempo que muestra una fotografía sepia en la que aparecen los dos, maestro y alumno, actuaban en una obra de teatro policíaca en el seminario. Además, salía de paseo con el grupo “a lugares sanos”, según el párroco: lagos, playas, montañas.

Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga, para ese entonces, era ya un sacerdote joven y con grandes conocimientos. Sin embargo, eso era poco. Fue justo en esos años cuando empezó a fraguarse, de manera poco llamativa “su eminencia”, como le llaman algunos familiares y clérigos. El que más de 15 años después, tras un incesante ascenso, llegaría a presidir, a petición de Juan Pablo II, el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), la instancia rectora de los obispos de toda Latinoamérica.
Ya había sido recomendado como obispo auxiliar de Tegucigalpa por dos papas, Pablo VI y Juan Pablo I, gracias a las buenas referencias de la Nunciatura. Sin embargo, sus responsabilidades del momento le permitieron justificar ante el nuncio hondureño su negativa. Eso hasta que llegó Juan Pablo II, y ya no hubo razones válidas. Fue entonces cuando la vida del hijo, estudiante genial y profesor cercano se empieza a transformar en lo que sus más cercanos repiten: “El hombre más influyente de Honduras”.