El último adiós dado por una familia salvadoreña
Ernesto Mejía
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A pesar del cansancio y del desvelo, la familia Zepeda Machado siguió la ceremonia fúnebre por la televisión.

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Un esfuerzo de días

De acuerdo con los miembros de la familia Zepeda Machado, todos han seguido de cerca los acontecimientos incluso anteriores a la muerte del papa Juan Pablo II.

José Armando Zepeda padre asegura que aunque han dormido, la semana entera, desde que la salud del pontífice se agravó, la han pasado conectados a las informaciones de la televisión.

El desvelo se sobrellevó por momentos con humor.

“¿Hasta qué horas lo van a enterrar?”, preguntó alguien. “Hasta como a las 6”, respondieron varios al unísono. “Hay que ir a hacer el desayuno”, bromeó el padre.

Para la familia Zepeda Machado, el viernes fue un día normal. Solo los hijos, que tuvieron el día libre, pudieron descansar y tratar de reponerse del desvelo de la noche anterior.

Las 2 de la mañana. De riguroso luto, las cabezas de la familia Zepeda Machado, José Armando y Ana María, se acomodan en dos sofás frente a la televisión que difunde por cable la señal de un canal mexicano.

Al centro, entre los dos sofás, sus descendientes, Armando José y José Armando hijo, un sobrecargo y un universitario, se comunican en murmullos con su prima Tania Machado, quien se ha reunido con ellos para también ver la ceremonia fúnebre.

La muerte de Juan Pablo II ha cambiado los hábitos nocturnos de esta familia residente en Ciudad Satélite.

“Hemos dormido algo, pero ha sido una semana de desvelos. Todas las noches ha sido de estar conectados a la televisión. Hemos estado pendientes de algo tan trascendental”, relata el padre, que labora en el Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA).

Al paso del sobrio ataúd y mientras el narrador comenta que el rostro del Papa ha sido tapado anteriormente con un velo de seda blanco, la madre suelta una pregunta: “¿Ah, ya no se va a ver pues?”. “No —le responde su esposo—, ya allí lo llevan en el ataúd.”

En la plaza de San Pedro, en medio de las columnas de Bernini, un viento pasa levantando solideos y casullas púrpuras. Las páginas de los evangelios depositadas sobre el ataúd del Papa giran una tras otra, hasta que el libro se cierra completamente.

“Decían que iba a llover, pero no. Está haciendo frío. Ojalá nos regalaran un poquito”, dice Ana María ante la insistencia del calor de medianoche que el ventilador de techo no logra ahuyentar.

Vienen el salmo responsorial, la segunda lectura y el Evangelio, seguidos en estricto silencio. La homilía del cardenal Ratzinger se le hace interminable al hijo mayor, que se marcha a dormir cerca de las 4 de la mañana. Su hermano y su prima lo seguirán 15 minutos después. El padre cabecea en medio de la oración final. Ante el anuncio de la cercanía del retiro del ataúd, ambos se desperezan. La madre suelta las lágrimas retenidas. Son las 5 de la mañana, y José Armando se prepara, sin haber dormido, para otro día. La vida continúa.