“Aprendí a no decir que las cosas no pueden estar peor”

Thelma Martínez es una salvadoreña que vive desde hace 29 años en Estados Unidos.

Thelma Martínez / Colaboración

Dejó el país justo un año después del terremoto del 10 de octubre de 1986, el cual vivió con toda su intensidad, ya que su negocio se ubicaba en el centro de San Salvador, donde las ondas expansivas del temblor provocaron la mayor parte de los daños.

Este es el relato de Thelma, contado con sus propias palabras: Ese fue el día en el que aprendí a no decir que las cosas no pueden estar peor. Yo estaba pasando por una difícil situación financiera porque recién había empezado un negocio de imprenta. Esa mañana no tenía dinero ni para comprar materiales, y yo pensé ‘nada puede estar peor’. Dos horas después, estaba frente a la Papelera Sanrey, en el centro de San Salvador, esperando a una amiga cuando de pronto todo se puso oscuro, oí un ruido y empecé a ver, como en cámara lenta, cómo la calle empezó a retorcerse como una serpiente.

Todo sucedía así, como en cámara lenta. Había un parqueo sobre el edificio de la Papelera Sanrey y vi el techo cayendo sobre los carros. El ruido era intenso, el polvo salía de los edificios, en múltiples explosiones, mientras las estructuras colapsaban por el terremoto. Sentí que duró una eternidad.

De pronto me percaté de que un muchacho, casi un niño, estaba abrazado a mí y lloraba, lleno de pánico. Yo le dije que ya había pasado todo, que se calmara, que todo iba a estar bien. En ese momento me olvidé de todo y lo único que quería era llegar a la casa y ver cómo estaban mis hijos y toda la familia.

Empecé a caminar. Ni las escenas de las películas del fin del mundo pueden describir lo que vi ese día. Había gente sangrando, heridas en la cabeza, gente que caminaba o permanecía en el suelo, bañada en polvo. Gente cojeando, llorando, gritando, otros con la mirada ausente, pienso que iban como yo, con la mente fija en sus familias y en su suerte.

Había muchos postes caídos, edificios destrozados, casas en ruinas, había choques, accidentes a media calle. Mi corazón sufría pensando cómo estaban mis hijos. Le pedí a Dios por todo el camino que mis niños estuvieran bien. Le dije a Dios: “Yo trabajaré duro por ellos, protégelos, Señor, y yo te prometo trabajar por ellos”. Cuando el tiempo pasó y tuve que trabajar extremadamente duro en un país extraño, nunca me quejé, era mi promesa a Dios en aquel terrible día.

Caminaba y caminaba. Me había dado cuenta ya de que era la única manera de regresar a la casa. Y caminé, desde la esquina de la Papelera Sanrey, hasta Jardines de Guadalupe, en Antiguo Cuscatlán. Era una pesadilla la destrucción, el dolor humano, la incertidumbre por la suerte de la familia. Pero llegué a la casa, llegué descalza, no me acuerdo por qué. Lloré de alegría al ver que mi familia estaba bien y en que en la casa solo se habían caído unos adornos.

Estaba llena de agradecimiento con Dios por encontrarlos sanos y salvos, pero también mi corazón estaba adolorido por la tragedia y destrucción que vi ese día, todo el dolor y pérdida de vidas humanas. Vimos por días las labores de rescate en el Edificio Rubén Darío, donde a poca gente lograron sacar viva. Después de tantos años, al recordar ese día todavía siento la misma angustia.