La experiencia del terremoto de ese 10 de octubre ha sido contada por diferentes sobrevivientes de la catástrofe que afectó principalmente el área metropolitana de San Salvador; pero hoy es uno de los expertos encargados de medir el fenómeno quien cuenta lo vivido aquel trágico día.
Beatriz Calderón
Era el 10 de octubre de 1986, un viernes, a las 11:49 de la mañana. Como a todos en el área afectada por el sacudón de ese día, el terremoto también tomó inadvertidos a los que se encontraban en el Observatorio Sismológico Nacional, ubicado en la zona cercana a lo que hoy se conoce como comunidad La Chacra, al oriente de San Salvador.
Rodolfo Torres, un experimentado sismólogo con más de tres décadas de experiencia, para ese entonces tenía un poco más de un año de haber ingresado a laborar a la institución.
Torres recuerda que “en ese entonces, la red sísmica estaba casi nuevita”, pues se había instalado entre los dos años anteriores. “Era una red telemétrica que trabajaba a base de radio, y dificultó porque era en base a tambores, y como era un sismo muy fuerte, la señal se satura”, cuenta.
Cuando recuerda lo vivido ese día, Torres abre los ojos y alza sus manos en distintos ademanes para tratar de explicar la forma precipitada en que salieron del edificio cuando comenzó el movimiento de la tierra.
“En ese momento de la sacudida, aunque fueras muy valiente no podías medir, porque estaba vibrando, entonces tomó tiempo, no había, como en el caso de hoy, localización automática”, explica, y continúa el relato: “Sacamos un mapa al patio; ¿quién se metía a medir la réplica?”.
“Era que alguien entrara y nos gritara desde dentro los tiempos de arribo de las ondas a las estaciones y nosotros desde afuera…”, continuó. Para entonces, había once estaciones en el país, 85 menos de las que el Ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales (MARN) dispone actualmente.
Finalmente, “un muchacho valiente” ingresó al edificio, que por cierto estaba recién construido para ese entonces, según recuerda el sismólogo. “Y estaba temblando y estabas midiendo réplicas. Y aquel nos gritaba, ¡4.5, 4.8!”, dice, y prosigue: “De ahí decías, este evento está aquí, dimos la ubicación, pero en el momento no te puedo decir, fueron diez minutos, fueron quince minutos… medimos una réplica”.
“El evento principal, lo que te da idea es que es local. Esto de las réplicas te determina el área de ruptura y vimos que esto se concentró en la zona”, dice.
Torres dice que utilizaban reglas plásticas, con las que ya tenían la habilidad para calcular los parámetros de los sismos de manera empírica. “Teníamos un ‘pitómetro’ que era un mapa donde lo que tenías eran las estaciones; y teníamos una especie de cordel, con la diferencia de tiempos lo proyectábamos y estaba el epicentro de manera empírica, pero eso mismo encontrábamos (después) en la computadora”.
Paralelo a lo que vivían en este lugar, había otro sismólogo llamado Heriberto que se encontraba en otro observatorio en San Jacinto. “Ahí había unos equipos mecánicos, pero con una precisión bastante buena, pero fue tan grande la sacudida que botó el equipo. Había equipo que tiraba como película que los líquidos se derramaron”, relata.
Para entonces, los sismólogos utilizaban papel termosensible alrededor de un cilindro donde la aguja marcaba el movimiento de los sismos. “Era un papel que solo grababa de un lado, solo a un lado pintaba y el lado que pintaba era dulce. Le ponías un tirro, pero había que ver dónde le ponías el tirro, sino, se trababa la aguja. Era un entrenamiento que recibías sólo para poner el papel, y como el rodillo giraba y daba una vuelta cada quince minutos, si el evento no lo podías medir se te cubría y había que esperar hasta que volviera a aparecer y lo pudieras medir. Ya tenías quince minutos”, describe.