Ricardo Ayala no puede subir una escalera de más de 3 metros. No sabe por qué, pero no puede avanzar más allá; se bloquea, no lo entiende. No puede pasar mucho tiempo en un ascensor o en un edificio alto y lo descomponen seriamente los temblores, suaves o fuertes. Hasta que le muevan la mesa podría incomodarlo. Las cicatrices mentales del terremoto de 1986, cuando quedó soterrado en el Edificio Rubén Darío, se manifiestan 30 años después;
son como arrugas marcadas en el espíritu.Muchas cosas se normalizaron en su vida tras la tragedia del 10 de octubre, otras tantas siguen colgadas en su alma como suceso extraño, inexplicable e imborrable. Treinta años después, sus ojos se ponen brillosos por las lágrimas que empujan por salir y su voz de repente se corta al recordar los sucesos. Ni por asomo ha querido volver a la zona del Darío, al menos no de manera intencional. Es como no poder cerrar un capítulo de su vida que no terminó de escribir.
Dice que montó su oficina en el Edificio Rubén Darío por dos razones. La primera: su compañía constructora de viviendas trabajaba con sectores de la periferia del Gran San Salvador y en esa década esta gente frecuentaba mucho el centro. La segunda era por razones de economía: el alquiler era una oferta con precios muy atractivos para pagar. Rentaba una oficina amplia, donde laboraba con tres empleados más. Estaban cómodos por un buen precio. Más tarde entendió el porqué de la oferta. “Era una inocencia no tan propia para mi edad”, asegura ahora al recordar el precio del alquiler.
Y los recuerdos vuelven. Aquel 10 de octubre no hubo presentimientos extraños. Todo parecía normal. Era una mañana más de trabajo hasta que a las 11:49 de la mañana un ruido extraño (similar a un retumbo) llamó poderosamente su atención. Luego vio cómo una de las paredes se rompía y el piso se abría. Justo cuando entendió lo que pasaba y trataba de ponerse a salvo, el edificio se desplomó. No tardó más de 2 segundos en colapsar, asegura. Solo recuerda que se tiró al lado de una mesa, luego perdió el conocimiento.
Cuando despertó, no sabe cuánto tiempo estuvo inconsciente. Pensaba que todo San Salvador se había derrumbado. Pronto se dio cuenta de que no podía moverse, pues una viga le cayó sobre las piernas. Para empeorar las cosas, sintió olor a quemado. “Sobrevivir al terremoto para morir asado”, dice que pensó.
Escuchó el ruido de una ambulancia y el sonido lo relanzó. “Me aferré a la vida con uñas, dientes y alma”, asegura. Se percató de que había más personas con vida, pues escuchó llorar a un niño. Reaccionó y llamó a sus empleados: Marisol, Vidal y Wilfredo. Los dos primeros no respondieron. El tercero, que era su dibujante, sí. “Él se agachó pegado a una pared y salió ileso, sin ningún rasguño. Movimos como pudimos algunos escombros y nos percatamos de que él podía salir por una ventana”.
Del otro lado de la tragedia, su esposa e hijos se habían acercado al lugar a ver el impacto, que fue terrible. Pensaban que no había sobrevivientes y, tras sobreponerse un poco a la emoción, se preparaban para hacer las gestiones necesarias para recuperar el cadáver. “Wilfredo los encontró al salir y les dijo que estaba atrapado pero bien. Él se disponía a buscar apoyo para ayudarme a salir”, recuerda.
El rescate no llegó por ninguno de los cuerpos de socorro, que se habían desplazado hacia la zona de San Jacinto, donde colapsó un edificio gubernamental. Los primeros en llegar al Darío fueron los bomberos de Escuintla, Guatemala, dice; él logró salir porque uno de los curiosos que estaban en la zona se introdujo a los restos del edificio y se dispuso a ayudarlo. “Era como dirigir mi propio rescate”.
La viga no se podía levantar, así que le dijo al sujeto que consiguiera un cincel y un martillo para cortarla. Eso fue suficiente. “No tenía lesiones. La lesión que saqué en una pierna fue por un golpe con el cincel. El muchacho trabajaba en lo oscuro, se le deslizó y me dio a mí. En ese momento que la adrenalina estaba subida, solo sentí como un punzón. Me comenzó a doler días después”.
Cortada la viga, se procedió a sacarlo. La operación fue casi a rastras. El tipo que ayudó a sacarlo entró por el mismo lugar donde salió su dibujante, un hueco muy pequeño para su corpulencia (mide más de 1.90 metros y en ese tiempo pesaba cerca de 200 libras). “No se cómo me hicieron pasar por el hueco. Un tipo corpulento me haló fortísimo y salí”, recuerda.
Después del hecho
En un par de horas pasó por estados emocionales intensos: del miedo y la frustración pasó a la alegría intensa, del terror de la muerte pasó al deseo ferviente de vivir. Ni si quiera sabe cómo explicar esos fenómenos. Dice que es una sensación muy extraña todavía. Su esposa lo llevó a un hospital para ser chequeado. Constataron que no tenía lesiones y lo regresaron a casa.
Le ofrecieron comida y agua, pero no quiso. “Un par de tragos me voy a tomar”, dice que respondió. La intención era relajarlo, pero no pudo. Pasó más de 36 horas sin poder dormir. Esto lo atribuye al exceso de adrenalina que generó con el fenómeno. “Se alteró hasta mi reloj biológico tras estar atrapado”, recuerda. La falta de sueño no fue el único fenómeno vivido. Explica que de repente encaneció un 30 %. De tener el pelo negro pasó a semiplateado. Luego volvió a ennegrecer. Destaca como hecho curioso que jamás soñó o tuvo pesadillas con terremotos o hechos trágicos que no lo dejaran dormir tranquilamente.
Tres días después de la tragedia se vio obligado a enfrentarse de nuevo con los restos del edificio, cuando regresó a recuperar algunos documentos en lo que quedaba de su oficina. “Era una escena dantesca. Ahí me enteré de que una doctora vecina de local había muerto. La compresionaron las paredes, su cuerpo medía unos 40 centímetros”. Entonces decidió no volver al lugar si no tenía necesidad de ello.
Como buenos sucesos llegaron las noticias de que sus otros colaboradores estaban con vida. Vidal perdió una pantorrilla, pero todavía trabaja con él; Marisol perdió una pierna y se fue a vivir a California. Wilfredo murió años después por un accidente cerebrovascular.
Muchas de las secuelas siguen vigentes 30 años después. En un afán por apoyar a los que han pasado por una situación similar, durante los terremotos de 2001 se trasladó a Las Colinas para apoyar en el rescate y búsqueda, pero la emoción lo dominó y no pudo controlar sus emociones en el lugar, por lo que decidió retirarse.
No guarda nada de aquel suceso, ni un documento de los que regresó a buscar ni un pedazo de pared de los restos del edificio ni un objeto valioso que haya recuperado, nada. Asegura que es un hecho en el que muchos recuerdos se quisieran borrar, pero están allí, como guardián bondadoso de que se le concedió una segunda oportunidad. Cree que el terremoto y sobrevivir a él cambió la vida de todos: “Ya nunca, ninguno de los que sobrevivimos, fuimos los mismos”.