David Escobar Galindo
El reloj y el calendario nos mantienen perfectamente domesticados, y en definitiva nos movemos según sus órdenes cronológicas inmutables. Segundos, minutos, horas, días, meses, años… Hoy es 16 de enero de 2017, y hace justamente veinticinco años se estaba firmando, en horas de la mañana y en el Castillo de Chapultepec de la ciudad de México, el Acuerdo de Paz que le ponía fin a la guerra interna en nuestro país. En el filo entre el martes 31 de diciembre de 1991 y el miércoles 1 de enero de 1992 se había suscrito en la sede de la ONU en Nueva York el breve acuerdo final de la parte sustantiva de la negociación de la paz. El jueves 16 de enero de 1992 ocurrió la ceremonia definitiva. Luego de dos años, cuatro meses y tres días había culminado la faena negociadora. La gran tarea de modernización democratizadora del país quedaba por delante. Seguimos en ella, veinticinco años después. Y el calendario nos hace un gesto de comprensión conminatoria, porque el tiempo es a la vez paciente e impaciente, y eso tendríamos que tenerlo sabido desde siempre. Por eso no basta con recordar y conmemorar aquel momento luminoso que se escenificó en los salones de Chapultepec y Los Pinos: hay que profundizar cada día la conciencia de lo que nunca hay que repetir –el trastorno de la guerra– y de lo que hay construir siempre –las condiciones que sustenten la paz. Y siempre hay espacio para las emociones rememorativas: en mi caso, aquel jueves, luego del acto de la firma, el Presidente Salinas de Gortari invitó a un almuerzo en Los Pinos. Ahí cantó Vicente Fernández, nada menos. Y cuando Vicente, cantante ranchero, interpretó “Flor de azalea”, uno de mis boleros favoritos, sentí que la jornada estaba completa…