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El amanecer en la base militar de Comalapa se desenrolla en un ajetreo anormal. Sobre la ruta de acceso, 278 soldados entran trotando a la pista. A orillas de la calle, envueltos aquí y allá en una humareda cenicienta con olor a pupusas,
cientos de civiles aguardan.
“Sólo van a dejar sus equipajes”, bloquea el paso un oficial a una mujer con un niño en brazos, que en vano trata de acceder a la pista.
De regreso a la calle, los militares comparten unos últimos minutos con sus familiares. Un cuarto de hora después de las 7, el bloque se despereza y entra a la pista. Viene el tedioso protocolo. Y con él, el calor de la costa que aprieta.
“Mantengámonos quietos. Allí donde están pueden ver a sus familiares”, trata de ordenar una voz militar. Pero el dolor no entiende de códigos. La línea de contención se rompe lentamente hasta que las 9:10 convierte a los espectadores
en una masa silente. En la pista sólo se oye el zumbido de unos motores que ahoga todos los llantos. El ruido se aleja y poco a poco vuelven los lamentos. El avión se eleva. Desde tierra ondean las manos diciendo adiós.
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