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Su cara estaba roja. Sus ojos también. Su rostro, por el sol; sus ojos, por el llanto. En cuclillas, conteniendo de mala manera las lágrimas y con su hijo de tres años en brazos, María Otilia
Mendoza trata de hacerle buen gesto al dolor que se le asoma a la cara. Pero no lo logra.
La puerta del avión se acaba de cerrar y los motores lanzan en el ambiente un ruido sordo. Su esposo, Miguel Ángel González, va en el interior de la aeronave.
Cuando el avión se pierde y se enfila hacia el lugar de despegue, los ojos de María dejan escapar un llanto abundante. Su hijo, Marlon, no entiende, pero la madre llora. Así que él también. María no acierta a decir palabra. Una familiar
la ayuda: “Él quizás iba contento. La tristeza es para nosotros, que nos quedamos sin verlo”, dice. Como casi todos los que se quedan en tierra.
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