Derecha e izquierda: angustias de la evolución

… La verdadera prueba que se avecina se pondrá en acción el 1 de mayo de 2009, cuando entre la próxima legislatura, y el 1 de junio, un mes después, cuando asuma el próximo Presidente.

David Escobar Galindo/ Columnista de LA PRENSA GRÁFICA
degalindo@laprensa.com.sv

Hay quienes piensan que los dos partidos políticos más fuertes del país —ARENA y el FMLN— están inmersos en un laberinto crítico, por distintas razones y con signos diferentes, y que dichas crisis en marcha serán capaces de arrastrar consigo, de alguna manera peligrosa, al sistema democrático en formación. Algunos opinan que nuestro proceso político actual es una “partidocracia”, que ahoga al proceso mismo, en una especie de autoflagelación continua, de resultados impredecibles. No faltan los que consideran que estamos en las cercanías de una emergencia política sin precedentes en la posguerra, que podría tener consecuencias devastadoras para la presunta estabilidad nacional. Y uno entonces se pregunta: ¿Cuánto de realidad no comprometida hay en evaluaciones de tinte sombrío como las que casi siempre se esconden tras ese tipo de juicios cuestionadores, y cuánto de proyección de frustraciones acumuladas en el ambiente, a contrapelo de las oportunidades abiertas por la paz?

En lo que toca a las fuerzas políticas, hay, sin embargo, dos componentes del fenómeno actual que no deberían ser dejados de lado en ningún análisis integrador de la situación: el componente de la permanencia y el componente de la relevancia. Pese a todos los quebrantos y vicisitudes, tanto ARENA como el FMLN, que nacieron de las entrañas presentidas y convulsas de la guerra — y que aún no son instituciones partidarias en el verdadero sentido del término— no sólo se han mantenido como las fuerzas emblemáticas de los dos grandes bloques del sentimiento nacional —derecha e izquierda—, sino que han sostenido la preeminencia representativa pese a sus falencias, errores, trastornos y despistes. Este es un dato determinante, que casi nunca se destaca en la significación histórica que tiene.

¿Y qué hay detrás de esta relevancia y esta permanencia? Puede ser que haya al menos dos fuentes motoras: la necesidad del proceso de contar con sujetos políticos fuertes, luego de una larga historia en la que ése fue uno de los déficit principales; y la persistente intuición ciudadana que le sigue apostando a “educar” a la derecha y a la izquierda partidariamente establecidas en vez de entrar en el juego de los sustitutivos circunstanciales.

Los amagos de turbulencia que ahora mismo se sienten prosperar en el ambiente no tienen su origen primario en el momento electoral que se vive: son consecuencia de las demandas crecientes de evolución que asedian en primer lugar a las fuerzas políticas en contienda apretada, pero no sólo a ellas, sino a la institucionalidad en su conjunto y, más aún, a las actitudes y visiones fundamentales del modo de ser de la sociedad salvadoreña como tal.

Las viejas imágenes excluyentes o totalitarias, independientemente de las expresiones con que quisieran reciclarse en un presente distinto, ya no dan para garantizarse ninguna forma de supervivencia. Y eso es lo que, para el caso, tanto ARENA como el FMLN, en sus respectivos nichos, deben asimilar y reconocer sin evasivas ni alternativas. Los dolores de la evolución son con frecuencia más difusos y prolongados, pero no menos tensionales que los dolores del parto.

El imaginario político nacional que se fue acumulando en toda la etapa anterior al Acuerdo de Paz de 1992 es como uno de esos muertos de los que algunos deudos pertinaces quisieran seguir recibiendo señales, aunque sea desde las salas de la autocomplacencia espiritista. Pero eso es pura fantasía, que si se vuelve crónica puede llegar a ser enfermiza y hasta fatal. Ahora, aunque muchos se resistan a verlo —por anteojeras ideológicas, pero, sobre todo, por tozudez de hábito arraigado en la prepotencia—, hay otro imaginario político en formación, que es el propio de la democracia. En el fondo, de lo que se trata es de que todos tomemos conciencia responsable de que la democracia es un ejercicio de participación irrestricta, en el que nadie puede estar excluido, ni mucho menos satanizado. Asumir esa naturalidad fundamental es la base de la sanidad permanente del sistema de vida en el que todos cabemos y del que todos debemos sentirnos partícipes.

Las elecciones de 2009 son, lugar a dudas, un examen de aptitud sin precedentes en la posguerra; pero el hecho de que sea así, lejos de constituir un escenario de crisis, representa una señal de buena salud del sistema que se va configurando progresivamente. Lo que pasa es que los partidos no han sentado las bases institucionales adecuadas para responder a las exigencias que les pone el rol que les toca desempeñar, y por eso sus reacciones ansiosas son las que ganan espacio de atención. Pero hay que tener claro que esto no es efecto del momento como tal, sino de las actitudes partidarias frente al mismo, actitudes que contaminan la atmósfera nacional. Y los partidos no reaccionan de esa manera por casualidad o por estrategia: lo hacen porque se sienten cada vez más apremiados por la realidad a ser lo que deben ser y a que dejen de ser lo que hasta la fecha han sido. Y no están ni anímica ni estructuralmente preparados para ello: ese es su drama; o, más bien, su melodrama.

Más allá de lo que pueda resultar de las urnas en 2009, los partidos –que son fuertes más por lo que la ciudadanía quiere de ellos que por lo que ellos han hecho por la ciudadanía— están conminados por la razón histórica en movimiento a desempeñarse a la altura de las circunstancias nacionales y no conforme les nazca de sus alergias o sus urticarias tradicionales. Por eso la verdadera prueba que se avecina se pondrá en acción el 1 de mayo de 2009, cuando entre la próxima legislatura, y el 1 de junio, un mes después, cuando asuma el próximo Presidente. Ahí queremos verlos a todos.

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