Academia Salvadoreña de la Historia.- Pedro de Alvarado fue el conquistador por antonomasia en Guatemala y El Salvador, su figura impregna un rico imaginario, con un recuerdo profundamente controvertido, entre lo legendario y tenebroso, tantas veces de inusual armonía en voces discordantes por las contradicciones de su personalidad: ambicioso, valiente, agraciado, y por otro lado, cruel, desalmado y tiránico con los indígenas e incluso con sus coterráneos.
Además de su propia épica cortesiana en Tlaxcala y Tenochtitlan, así como las guerras de invasión, conquista y sometimiento contra las etnias aborígenes mexicanas y centroamericanas, y sus trascendentes fundaciones de ciudades (Santiago de Guatemala, San Salvador, San Miguel de la Frontera, San Pedro Sula), están sus dos famosos viajes. El del Perú, en 1534, que le llevó a juntar su flota en el embarcadero de Amapala, al sur del actual puerto de La Unión (Pueblo Viejo), en el golfo de Fonseca, y que puso proa hacia las costas ecuatorianas desde El Realejo, en Nicaragua. La más grande armada vista hasta entonces en el océano Pacífico, y que luego, fracasado, se vio obligado a vender a Diego de Almagro y a cederle su ejército.
La otra armada de Alvarado fue la de Acajutla, con alrededor de 12 barcos, que partió en los primeros días de septiembre de 1540 hacia las islas Molucas, o de las Especierías. Con gran boato, había preparado la expedición, con embarcaciones construidas en Iztapa, Guatemala, y que luego envió a carenar en el astillero de Xiriualtique, en las cercanías del original San Miguel de la Frontera, en un lugar no precisado de la bahía de Jiquilisco. Muchos altisonantes nombres se incorporaron a la flota que quiso ser descubridora, además subieron indígenas y esclavos negros, en afanes que estaban destinados a ser la culminación del espíritu aventurero de Alvarado. Pero de nuevo, el destino le fue adverso, después de recalar en el puerto de La Navidad, cerca del actual Manzanillo, al ceder por su propia voluntad ante las proposiciones del virrey Antonio de Mendoza, por las noticias del fabuloso país de Cíbola, supuestamente situado al norte.
Alvarado firmó con el virrey una sociedad para dividir la armada y compartir ganancias. Una vez al mando de Ruy López de Villalobos iba a cruzar el océano hacia el poniente, a las Especierías (o el extremo oriente, visto en lo opuesto), la otra, al mando de Juan de Alvarado tomaría la costa del mar del Sur hacia el noroeste, en busca de Cíbola.
El gobernador Alvarado desistió de su empresa original y decidió volverse a Guatemala, pero al regresar al puerto de Santiago de Buena Esperanza, donde estaban los barcos, participó en la lucha contra una rebelión localizada en el peñol de Nochistlán, donde fue herido de muerte y falleció el 4 de julio de 1541 en Guadalajara.
Como resultado de estos sucesos, el nombre de un acompañante de Alvarado, Juan Rodríguez Cabrillo, que se había embarcado en Acajutla, comenzó a tener nombradía en la historia, al haber sido quien dirigió la expedición al norte primero encomendada a Juan de Alvarado, con tres barcos, que salieron del puerto de la Navidad el 27 de junio de 1542, más de año y medio después de la finalización de la armada de Acajutla. En realidad, se trató de una expedición totalmente diferente de la de Alvarado, aunque esta puede tenerse como causa remota de aquella. Lo que sí se dio fue que Cabrillo usó barcos de la de Acajutla, uno llamado “San Salvador”, así como también es probable que López de Villalobos usara barcos de Alvarado en el descubrimiento de las islas Filipinas.
Las naves de Cabrillo fueron las primeras en alcanzar la Alta California por San Diego. El derrotero es difícil de precisar con exactitud, pero el 9 de octubre de 1542 tuvieron un primer desembarco en la hoy bahía de Santa Mónica, en Los Ángeles. Se bautizaron varios lugares con diferentes nombres, como islas, una de las cuales se conoció como San Salvador, que se cree pudo haber sido la isla Catalina, que también llamaron isla Capitana, La Posesión, o aún isla de Juan Rodríguez, por ser donde murió Rodríguez Cabrillo el 24 de diciembre de 1542.
Este viaje fue plasmado en un anónimo documento fundamental, la “Relación del descubrimiento que hizo Juan Rodríguez navegando por la contra costa del Mar del Sur”, atribuido erróneamente al escribano Juan Páez, de Santiago de Guatemala, pero el cual ya había muerto en el aluvión de Almolonga, el 11 de septiembre de 1541, y en realidad corresponde el nombre escrito en el original del Archivo General de Indias a Juan Páez de Castro, nombrado cronista real en 1565 por el emperador Carlos V, quien manejó el documento y puso su impronta, como lo hizo en tantos otros. Además, la información utilizada ha sido la de los “Méritos y servicios de Juan Rodríguez Cabrillo”, levantada por su hijo en Guatemala, en 1550, en un pleito de encomiendas por las varias que Alvarado le dio a su padre en México, en cuenta la de Santa María Magdalena Tacuba, en Ahuachapán, y que no se le entregaron.
Muchos autores han tratado este tema acertadamente y con seriedad, como Harry Kelsey (Biblioteca Huntington, 1998), pero en El Salvador bastante tinta se ha gastado festivamente sobre este viaje de descubrimiento, que de ninguna manera puede considerarse como uno solo con el de Alvarado de 1540, y que si se usaron barcos de los de Acajutla, esto era algo común en esos tiempo para diversas singladuras y destinos. Es absurdo —y prácticamente imposible— pensar en indígenas “salvadoreños” apartados en México, resguardados para emplearse en lo desconocido después de cerca de dos años. Es una distorsión de la realidad documental aferrarse a una fábula de descubrimiento por “salvadoreños” y mucho menos a un poblamiento que no ocurrió, pues fue hasta principios del siglo XVII que el virrey conde de Montesclaros decidió poblar la Alta California.
Texto y fotos cortesía de la Academia Salvadoreña de la Historia.