Ahora estamos, pues, como nunca antes en nuestro decurso histórico, puestos de cara al futuro, con una gran cantidad de tareas coyunturales, estructurales e institucionales por hacer.
El 5 de noviembre de 1811 los patriotas salvadoreños hicieron oír su voz por primera vez en Centroamérica, con un clamor de libertad que se quedaría resonando por tiempo indefinido. Fue el inicio de un esfuerzo libertador que tuvo su culminación inmediata el 15 de septiembre de 1821, cuando se proclamó la Independencia centroamericana; y que, desde entonces, ha venido haciéndose sentir de muy distintas formas y en diferentes momentos, con las características y los matices propios de cada uno de nuestros países. Pero en el caso de El Salvador, el 5 de noviembre tiene una resonancia más entrañable, porque fue el espíritu nacional el que se manifestó valerosamente en aquella precursora e inolvidable jornada.
Doscientos años es una buena cantidad de tiempo. Infinidad de cosas han pasado en el curso de estas dos centurias. El proceso histórico del país es un mosaico en movimiento, aunque haya habido largos tramos dominados por el inmovilismo impuesto desde el poder. Sin embargo, el espíritu nacional no ha descansado nunca; y ha tenido momentos de especial relevancia, entre los cuales de seguro el más significativo fue el logro de la paz sobre la base de un acuerdo que le abrió la ruta definitiva a la por tanto tiempo escamoteada democratización real, que es la que hoy se va construyendo de manera accidentada y por momentos tortuosa pero irreversible.
Ahora estamos, pues, como nunca antes en nuestro decurso histórico, puestos de cara al futuro, con una gran cantidad de tareas coyunturales, estructurales e institucionales por hacer. En tales condiciones, la presencia y la incidencia del espíritu nacional debe ser la base espiritual y moral que asegure que dichas tareas puedan ser cumplidas en forma plena, satisfactoria y sostenida. Entre esas tareas están el seguimiento efectivo del proceso democratizador, en lo político, en lo económico, en lo social y en lo cultural; el aseguramiento y la consolidación de la paz social; y el estímulo y la dinamización de todas las fuerzas y factores productivos, con visión nacional y plena irradiación territorial. Todas estas son funciones patrióticas, de cuyo buen desempeño depende que los distintos dinamismos del país se encaucen armoniosamente hacia el desarrollo.
La recordación y conmemoración del 5 de noviembre, que antes tenía especial relieve, fue perdiendo figuración y brillo. Este Bicentenario tan oportuno tendría que ser la mejor oportunidad no sólo para realzar de nuevo tal efeméride con voluntad permanente, sino para reavivar las energías del ánimo ciudadano, que ha afrontado y continúa afrontando pruebas tan difíciles y dolorosas en su recorrido histórico.
Hay que devolverle al 5 de noviembre su función inspiradora y su emoción simbólica. El notable estudioso de la historia don Víctor Jerez describe así aquel momento: “El reloj de la Parroquia da las doce. La ciudad duerme, confiada y tranquila. El joven sacerdote espera algo. Abre rápidamente una de las ventanas que dan a la calle; pero todo continúa en silencio y quietud. Visiblemente contrariado, cierra la ventana, y con presteza sale a la calle. Toma en dirección al Oriente, cruza al Sur y llega al atrio de la iglesia de La Merced: asciende nerviosamente al campanario y al llegar al rellano, ase las cuerdas de las campanas, las agita con energía, y sus alegres sones se difunden en el espacio. Era el 5 de Noviembre de 1811”. Se trata del Padre Delgado haciendo vibrar, con resonancias imperecederas, el espíritu libertario.