Hacía mucho que no usaba el transporte público de El Salvador. Pero hace poco, y a pesar de las muchas advertencias de algunos mis colegas, me armé de valor y junto con un compañero de trabajo, me fui al centro en bus.
Cuando llegamos a la 6.ª y 10.ª calle poniente le hicimos señal de parada a un bus de la ruta 7 C y allí, a mitad de la bocacalle, se detuvo. Al subir noté que no había en la parte del frente, aquella identificación que antes todos los conductores debían llevar y que permitía saber quién manejaba la unidad. Los asientos delanteros estaban destrozados, solo los hierros quedaban. Por dentro, aquel conjunto de latas sonaba estruendosamente; apenas se podía conversar.
Durante el recorrido el motorista hizo parada donde le dio la gana, irrespetó alguno que otro semáforo y se pasó más de un alto. Un poco sorprendidos y nerviosos nos bajamos en el parque Centenario y caminamos hasta la avenida Independencia, para regresar en un bus que pasara por el centro. Lo mejor estaba por venir.
Mientras caminábamos, tragamos mucho humo de los buses que circulan por esa zona. Abordamos un bus de la ruta 42, aún más ruidoso que el anterior y que estaba “decorado” con grafiti. Apenas inició la marcha el conductor hizo gala de su bocina de barco, anunciando su aproximación a un enjambre de buses que a unos 200 metros se enlazaban en una trabazón a media bocacalle. El conductor paraba bruscamente en cualquier lugar donde un posible pasajero le hiciera señal, aunque conducía como si llevara una emergencia. Me asusté varias veces cuando el bus estuvo a punto de atropellar a los peatones que se ven obligados a caminar sobre la cuneta, debido a que la alcaldía irresponsablemente ha asignado las aceras a miles de ventas callejeras, dejando muy poco espacio para el que se desplaza a pie.
Cuando nos acercamos a nuestro destino —ingenua de mí—, busqué el timbre, pero no lo encontré; era uno de esos buses “modernos”: hay que darle duro a la lata para avisar que uno se quiere bajar.
A Dios gracias, esta fue para mí solo una aventura, pero hay cientos de miles de salvadoreños que a diario tienen que aguantar esto y más, exponiéndose a ser atropellados, insultados, maltratados y, si tienen “suerte”, sobrevivir a un asalto. Al regresar a mi oficina reflexioné: ¿Por qué el Viceministerio de Transporte no aplica y hace cumplir el reglamento de tránsito? ¿Qué hace o para qué sirve entonces la división de Tránsito de la PNC? ¿Qué pasó con la Escuela de Motoristas? ¿Por qué los diputados siguen condonando las multas a los buseros y prorrogando el permiso de circulación de buses viejos? ¿Por qué el Gobierno sigue premiando la ineficiencia de este sector a costa de los dineros de los contribuyentes?
¡Ya basta! Es urgente que el Gobierno resuelva de una vez por todas el problema endémico del transporte público, cuya solución comienza con hacer cumplir las leyes y reglamentos que lo rigen, sin importar si alguno de los dueños de buses son diputados, funcionarios públicos o amigo de uno de ellos.
No hay comentarios aún.
RSS feed for comments on this post. TrackBack URL