La familia en la que se formó el salvadoreño más universal, ese que próximamente será beatificado, no fue perfecta. Pero fue el apoyo justo, la cuña necesaria, la fuente de alegría con la que sabía que podía contar. No perfecta, pero sí idónea para Monseñor Romero.
La vida pastoral de Monseñor Óscar Arnulfo Romero estuvo siempre acompañada de cerca por su familia. Sus hermanos en el primer lugar para cuestiones prácticas, y su madre, Guadalupe Galdámez, como ese pilar de ternura a la que le dedicaba primorosas postales desde Roma, mientras él estaba estudiando.
En Anamorós, su primera parroquia, estuvo acompañado por Gaspar, el menor de todos los Romero Galdámez. Las cuentas de cada parroquia, imprenta, librería, radio, rotativa y cualquier proyecto que involucrara dinero se las llevó siempre Tiberio, el penúltimo hermano. En las cuestiones de casa, para ayudarle con las sotanas y para bordarle gorros de lana estuvo Saida, la única mujer del clan. En casa de Mamerto, en Apopa, halló una conexión a la agricultura y la vida hogareña al estilo finca, era la sede de las reuniones familiares. Monseñor Romero se llenó de cada uno de ellos después de haberles ayudado a cada uno a su manera y desde sus propios recursos.
A Tiberio y Gaspar, por ejemplo, les aseguró educación de primera. A Tiberio en el Colegio Santa Cecilia, en Santa Tecla, y a Gaspar con los Hermanos Maristas, en San Miguel, en ambos casos gracias a sus amistades con quienes dirigían esas instituciones. A los hijos de Saida, quien se separó de su esposo cuando sus dos niños estaban pequeños, le ayudó también a colocarlos en colegios católicos. A las hijas de Mamerto les extendió cartas de recomendación para instituciones también católicas. Monseñor Romero, como hermano o tío, siempre fue esa persona con la muy firme convicción de que a los suyos el mejor regalo por entregar era justamente eso, la educación.
La más sensible pieza de todo el hilado de los Romero Galdámez fue Gustavo, el mayor, el que trabajó en los minerales en el oriente del país y el que formó un hogar con Blanca, una “campesina de las valientes”, como la describe aún hoy la familia. Gustavo fue al que Monseñor nunca pudo rescatar.
Gustavo era alcohólico. Vivió un tiempo en casa de la madre de los Romero Galdámez, cuando Monseñor se la llevó a residir a San Miguel, a una casa grande no muy lejos de la parroquia El Rosario, conocida también como Santo Domingo. “Ahí, mi papá tenía un espacio en donde solo tenía una tijera (una cama de tela resistente con una estructura de madera que se puede plegar)”. Quien lo cuenta es Digna Romero, segunda hija de Gustavo y Blanca.
“La maldad del sistema en lograr el enfrentamiento de pobre contra pobre. Dos policías muertos son dos pobres que han sido víctimas de otros, tal vez pobres también, y que en todo caso son víctimas de ese dios Moloc, insaciable de poder, de dinero; que con tal de mantener sus situaciones no le importa la vida ni del campesino, ni del policía, ni del guardia, sino que lucha por la defensa de un sistema lleno de pecado.”
Homilía, 30 de abril de 1978
Tiberio lo confirma. “Mi hermano tristemente nunca pudo salir de ese vicio. Aquí en la casa lo tuvimos por bastante tiempo, vivía en la parte de atrás y en algunos momentos causó problemas, por su misma condición. Cuando ya no pudimos tenerlo aquí, porque nacieron los más pequeños y comenzaron a enfermar, entonces la recomendación que nos hicieron por su enfermedad fue el Hospital Psiquiátrico. Allá falleció”.
Gaspar, el benjamín, recuerda, más allá del complicado devenir de Gustavo, la serie de consejos que de Monseñor Romero salía con respecto a los vicios. “Siempre me dijo que no llegara donde él ni con olor a cigarro ni a guaro. Se molestaba mucho por eso”.
A quien Monseñor sí pudo ayudar como quizá una deferencia al cariño hacia su hermano mayor fue a Digna Romero. La segunda de Gustavo y Blanca se crió de los nueve a los 15 años en Honduras. Sus tres hermanos quedaron aquí en el país a cargo de dos familias diferentes, hasta que mucho tiempo después su madre procuró el espacio y los recursos para reunificarse.
“Monseñor Romero fue para mí como un padre, él ocupó en mi corazón ese espacio. Con él no se trataba de tiempo, porque siempre estaba muy ocupado, pero siempre tuvo para mí un consejo, unas palabras de aliento, y fue quien me propició lo mejor que en ese momento me podía dar”. Eso a lo que Digna se refiere sentada en una silla en la misma iglesia en la que Monseñor vivió durante las dos décadas que radicó en San Miguel es un cupo como interna en el Instituto Santa Sofía. Ahí pasó mientras su madre regresó a Honduras para trabajar y terminar de ahorrar suficiente para poder regresar a juntar a sus hijos.
—¿Cómo era la relación de Monseñor Romero con don Gustavo?
—A mí me contaban, porque yo recuerdo poco de eso, ya sabe, a veces la mente bloquea ciertos pasajes dolorosos, me decían que cada vez que lo veía acercarse a la iglesia (a Gustavo), le pedía a quien estuviera cerca: “Ahí viene aquel, llevale esto”. Y era dinero, unos cuantos colones. Monseñor nunca guardó una crítica, no guardó resentimiento ni nada parecido. Sé que siempre aconsejó, pero de ninguno he oído que haya sentido rechazo de parte de él pasara lo que pasara.
Digna hace memoria del trato amoroso de su abuela Guadalupe con Gustavo. “Yo a ella sí la conocía y fue una señora bien especial toda la vida. Ella preguntaba por él (Gustavo), siempre estaba pendiente de él, ella como que sabía que era de todos el más necesitado, entonces estaba más pendiente. Y Monseñor veía eso, y por eso trataba de ayudar en lo que podía”.
Hacia Monseñor no es fácil hallar críticas, aunque se busquen con insistencia casi obsesiva. Aunque se hagan preguntas directas y otras algo más disfrazadas. Casi no hay quien se apunte a decir algo de él que no sea algo parecido a un gracias o a un halago. Digna apenas remite que era un poco nervioso y que esa peculiaridad, tan poco notoria en su vida pública –sobre todo en sus últimos años como arzobispo de San Salvador– la denotaba tan solo en el íntimo círculo familiar, en esas reuniones a las que solo asistían los Romero.
Las últimas de los Romero
De las últimas dos reuniones familiares en la que estuvieron presentes los cinco hermanos Romero Galdámez que sobrevivían en ese tiempo y la mayoría de sobrinos, de 17 en total, ninguno recuerda fecha, pero debieron ser en 1979. La más cercana a su muerte debió ser, coincide la mayoría, a finales de ese año.
En esa sesión que tuvo lugar en Apopa, en la casa tipo finca de Mamerto, Monseñor volvió a hacer a sus hermanos esa pregunta que más de alguna vez había hecho a cada uno por separado. Cada quien lo cuenta diferente, pero en compendio de todas las versiones debió ser algo como: ¿Qué piensan de mi mensaje? ¿Creen que debería mesurarlo?
Monseñor no acostumbraba a hacer eso. Tinita, viuda de Mamerto, recuerda que en la mayoría de reuniones a razón de algún cumpleaños o de fiestas de fin de año, la regla era cero política, pura alegría. “A mí me decía que le prepara sopa de gallina y yo le servía su pedacito de gallina aparte. Siempre le dijo a Mamerto que qué buena esposa se había hallado y que era donde más le gustaba comer, donde nosotros, que éramos el matrimonio más joven de todos; llegaba a relajarse, a refrescarse y nos aconsejaba, pero siempre con una gran alegría, no le veía tristezas yo”, dice ella a la sombra de un retrato grande del célebre cuñado que adorna la sala de esta casa, como de muchas más.
En esa última reunión sumaria, la que resume las respuestas con mayor claridad es Digna, estaba más joven.
—Cuando Monseñor preguntó eso, rapidito el tío Mamerto, que era el más sencillo y espontáneo, le dijo: “Ya te dije desde hace tiempo que ya no digás nada, que te van a joder. Ya no hablés”. Y entonces se hizo un gran silencio, nadie más dijo nada, hasta que intervino tío Tiberio: “Yo no voy a decirte nada, ya sabés”. Después seguía tío Gaspar. Pero entonces Monseñor –tan sabio él, me encantó–, le dijo: “A ti no te pregunto porque tú estás entre dos amores: tu hermano y tus hijos”. Los dos hijos de tío Gaspar ya eran militares y Monseñor en ese tiempo ya estaba dando un mensaje fuerte a los militares.
Gaspar recuerda esas pláticas acerca del contraste entre su hermano y sus hijos. Y señala que Monseñor, fiel a su carácter, nunca le lanzó una crítica y nunca lo rechazó ni a él ni a su familia. Cuenta, en tono pausado, que lo que les pedía era que fueran militares buenos, de los que ayudan a la gente. “Mi hijo mayor es médico y fue parte de los que fundaron el Hospital de San Miguel”, zanja Gaspar un tema que dio para conflicto más allá de esa suerte de tensión en las reuniones familiares. Y es que los mensajes de Monseñor provocaron que Gaspar fuera degradado en ANTEL, en donde de tener un alto cargo pasó a ser vigilante de turno nocturno. Y casi toca a sus hijos, que por aquel tiempo estaban becados, el mayor en México y otro en la Escuela Nacional de Agricultura, en donde se graduó de agrónomo. A Gaspar, con el derrocamiento del general Carlos Humberto Romero en octubre de 1979, le devolvieron su antiguo puesto. Hacia sus hijos nunca se concretaron las amenazas.
La tortura
Tan solo un mes antes de que lo mataran mientras daba misa en la iglesia del Hospitalito de la Divina Providencia, en San Salvador, su sobrina Cristina Guadalupe, hija de Mamerto, dice que cometió una indiscreción con Monseñor. “Él había llegado a la casa. Vivíamos cerca del cementerio de Apopa, y no sé de dónde, yo empecé a contarle que habían llevado a un vecino muerto, así envuelto en una pancarta roja, y que como que lo acusaban de que era subversivo. Yo le dije que no sabía por qué, si ese señor solo era sastre. No lo habíamos visto en otra cosa que no fuera eso. ‘Ay, pobrecito –me dijo–, yo de eso es de lo que tengo miedo, de una tortura’. Y hasta se le erizaron los pelitos. Y siguió: ‘Pero si es la voluntad de Dios, ¿qué le voy a hacer?’ Ese día andaba solo, no andaba nadie que le manejara. Cuando nos despedimos, nos abrazó y nos dijo que nos cuidáramos”. Esa fue la última vez que Cristina Guadalupe lo vio, ella tenía 15 años.
Monseñor casó a todos sus hermanos y bautizó a la mayoría de sobrinos. Y tuvo con cada uno de sus hermanos la peculiaridad de pedirles una Guadalupe. Así, en honor de su abuela y su madre, Mamerto, Gaspar y Tiberio tienen una hija que se llama Guadalupe. Con Gustavo, como solo tuvo una mujer entre sus cuatro hijos, hubo una particularidad. Gustavo asentó a su hija como Digna Libertad. Pero cuando Monseñor Romero la bautizó, le puso Digna Guadalupe. “Así que yo tengo partida de nacimiento y acta de bautizo diferentes”, dice Digna entre risas.
Los riesgos
Monseñor Romero no era ajeno ni indiferente al peligro que corría. Su secretaria privada, Silvia Ortiz, archivaba por montones las cartas con amenazas y solo de vez en cuando él pasaba preguntando “si habían llegado papelitos de aquellos”. A lo que Silvia, quien falleció pocos años después que Monseñor, le respondía siempre que sí. “Ahí déjelos, no les haga caso”, le repetía.
Cristina Guadalupe, la sobrina, recuerda otra arista de esas amenazas, recuerda un consejo. “Una vez, después de una misa, él nos dijo que si teníamos un problema por causa de él, que lo negáramos. Pero nosotros cómo lo íbamos a negar, era y todavía hoy sería como faltarle al cariño y a todo lo que él nos dio. Nosotros siempre fuimos muy conscientes de que él no podía echarse atrás, porque era su compromiso ante Dios”. Ella tenía 15 años y esa misa tuvo lugar en 1978.
Y no solo eso, Cristina Guadalupe recuerda a “las viejitas” que llegaban a ponerle cartas en las manos después de las misas. Eran cartas de denuncia, de desaparecidos, de peticiones de ayuda que Monseñor pasaba a lo que entonces se llamaba Socorro Jurídico. “Ser sobrina de él siempre ha sido un honor. Hoy, además, es una alegría porque al fin la justicia divina está realizándose. Todo lo que él hizo salió a la luz. Y es un compromiso para nosotros llevar la sangre de un hombre que murió por amor a lo que predicaba”.
Todos los familiares que han accedido a responder una pregunta similar van por el mismo camino. Si antes, cuando representaba un peligro real, no lo negaron, menos lo harían ahora, cuando su legado es oficialmente reconocido como martirio por odio a la fe.