Jamás en la historia del país ha vuelto a haber una manifestación que involucrara a tantas personas alrededor de una sola figura pública. Solo llegaron por Monseñor.
Texto y fotos: Glenda Girón
A Gaspar Romero lo invitaron a dar unas palabras, a decir una pequeña biografía de su hermano el arzobispo de San Salvador, quien yacía en el ataúd de cristal en las gradas de la Catedral, frente a miles de personas. Unas 50,000, calculan los medios de la época.
Al intentar exponer el ataúd en el que se encontraba Monseñor Óscar Arnulfo Romero desde la puerta principal de la Catedral ante la multitud que se agolpaba en la plaza, hubo disparos. Sonaron bombas. La gente corrió para donde pudo. Gaspar, su esposa, Tiberio y su esposa y otros familiares y sacerdotes que pretendían oficiar la misa de cuerpo presente ese 31 de marzo se tiraron al suelo, comenzaron a cerrar las puertas. Eran las 11:40 de la mañana cuando ocho mujeres de avanzada edad murieron aplastadas por la multitud en su intento por ingresar a la Catedral para ponerse a salvo.
“En ese momentito temíamos cualquier cosa. Pensamos que se querían llevar el cuerpo de Monseñor y entonces la gente, los encargados, en medio de una gran angustia, lo metieron a la cripta y la cerraron”, recuerda Nohemí Ortiz, una empleada por muchos años del arzobispado y quien conocía muy bien a Monseñor Romero.
No ha habido jamás en la historia del país un evento similar alrededor de una figura pública. “Yo solo veía que el ataúd lo halaban unos y otros para uno y otro lado. ¿Se imagina si se hubiera abierto?”, pregunta Gaspar Romero.
Adentro de la Catedral, la gente tirada en el suelo, la desesperación y la súplica de los prelados que tenían a cargo la misa llegaron hasta Napoleón Duarte, de la Junta Revolucionaria de Gobierno. “Tuve la oportunidad de conversar en ese momento telefónicamente con el canciller de Nicaragua, reverendo Miguel de Escoto, quien se encontraba dentro del templo participando en la misa. Y me decía: ‘Napoleón, te pido que retirés las tanquetas para que vuelva la calma’”. Se recogió en una de las ediciones de LA PRENSA GRÁFICA.
“Miguel, no hay tales tanquetas, pues el Ejército y los cuerpos de seguridad no han salido a la calle. Están acuartelados por órdenes expresas de la junta. Voy a llamar a la Cruz Roja para que les evacuen”, dice la edición del 1.º de abril de 1980.
Afuera, Juan Gavidia, un hombre miembro de la comunidad eclesial de base de San Antonio Abad, andaba con sus dos hijas de cinco y siete años de edad. Era parte de la masa de gente, de los más de 50,000 que habían llegado a despedir a Monseñor Romero a pesar de los peligros de la época.
“Cuando se oyeron las primeras detonaciones, a nadie le pareció raro, en aquel tiempo era más o menos común eso. Pero la gente empezó a caer muerta. Y todos comenzamos a querer salir de la plaza. Yo solo me acuerdo que les gritaba ‘despacio o nos vamos a matar entre nosotros’ y la gente quería correr y no podía porque todos estábamos bien pegaditos”. Gavidia quiso protegerse de las balas entre los escombros de un edificio que estaban derrumbando cerca de la Catedral, hacia ahí se dirigía cuando algo lo hizo cambiar la ruta. Siguió caminando y logró salir ileso.
Medicina Legal reconoció en su momento 27 cadáveres y más de 200 lesionados. La cifra de muertos, con los días, aumentó a 40. A la mayoría de esos cadáveres no fue posible adjudicarles una identidad. No llevaban documentos.
El cardenal mexicano Ernesto Corripio Ahumada, delegado especial de Juan Pablo II, quien encabezaba el funeral, así como los otros 22 prelados de Estados Unidos, Europa y América Latina que participaban en la misa resultaron ilesos. Fueron evacuado horas más tarde.
De aquello, Juan Gavidia, el que supo huir con sus hijas pequeñas, cree que quizá lo volvería a hacer. Monseñor Romero fue quien cuando mataron al padre Octavio Ortiz, en enero de 1979, llegó a Medicina Legal a reconocer el cadáver de él y de los otros cuatro jóvenes asesinados durante un retiro espiritual en San Antonio Abad. “Ya no los tenían ahí en Medicina Legal los cuerpos, nos mandaron al cementerio, cerca del mercado. Él me dijo ‘venga, súbase’, y sin conocerme me llevó en su carro al cementerio”. Gavidia no olvida el gesto de Monseñor al ver esos cadáveres doblados encima de bancos de cemento, rápido exigió más dignidad para ellos. “Ese es el Monseñor que yo recuerdo y al que le fui a hacer honor al entierro, un hombre correcto con todos y que mereció antes el riesgo y que merece hoy el honor que se le está cumpliendo, aunque sea a 35 años de aquello tan terrible”.