“Don Tiberio, a su hermano lo hirieron y lo traen para la Policlínica. Yo creo que ya viene muerto”. Quien estaba al otro lado del teléfono era una excompañera de Tiberio Romero. Él había llevado la contabilidad de una farmacia, ahí la conoció. Un tiempo después ella viajó a San Salvador para ocupar un puesto en la Policlínica. “Por ella fue que yo, el que vivía más lejos, fui el primero que supo”.
Glenda Girón
Tiberio y su sobrino salieron de San Miguel casi a las 6 de la tarde. Ya había entrado en vigor el estado de sitio que impedía la libre circulación por la vía pública. “Llegamos a San Salvador y no había ni chuchos en la calle. Llegamos a la Policlínica y no nos querían dejar entrar, pero nos metimos hasta donde estaba un montón de gente, pero no donde estaba el cuerpo”, reconstruye Tiberio.
En la Policlínica ya estaban los otros hermanos Romero Galdámez: Mamerto, Saida y Gaspar. A don Gaspar le habían dicho al final de la tarde en el trabajo que algo había pasado. Él ya se imaginaba lo peor. Las calles en ese momento ya eran una especie de antesala al caos. “Yo he dicho siempre que fue ese momento en que estalló la guerra”. Gaspar llegó a la Policlínica y logró entrar. También entraron Mamerto y Saida. Poco más de dos horas después se les uniría Tiberio junto a Fredy, un sobrino que fue quien condujo desde San Miguel en pleno estado de sitio.
“Adentro todo era como bien desordenado. Cuando estábamos ahí, yo me acuerdo bien que un doctor llegó a preguntar que quién de la familia iba a entrar a ver cómo lo preparaban. Mamerto fue el que se levantó. Entiendo que después también entró Gaspar”, recuerda con dificultad debido a la emoción Tinita, hoy viuda de Mamerto.
Mamerto, según su familia, pasó muchos años contando cómo aquella especie de arenilla se le había pegado a Monseñor Romero en todo. Eran las esquirlas de la bala expansiva que le había explotado en el pecho sin darle oportunidad de sobrevivir. “Así decía él a cada rato, que era una arenilla y que eso no lo podía olvidar”, dice Tinita.
Gaspar recuerda que había un forense y una enfermera. Que había sangre y que en ese momento no sabía definir sus emociones salvo por esa que le indicaba que eso que presenciaba era algo que ya veía venir desde hacía rato. Ver a su hermano Monseñor tirado en una camilla muerto no era algo que esperaba, pero sí que presentía.
A Tiberio fue también a quien llamó Digna Romero desde Guatemala, la sobrina de Monseñor e hija de Gustavo, el mayor de los Romero Galdámez. Digna estaba por entrega la carta para despedirse de la congregación de las Hermanas de la Caridad de la que ya no quería ser parte. Ya tenía hecho el documento. Y en ese momento estaban en el comedor con otras religiosas cuando la de portería gritó: ¡Mataron a Monseñor Romero!
“Todas me volvieron a ver a mí, pero yo nunca he sido rápida para llorar. Le marqué a mi tío Tiberio y me dijo que sí, que lo habían atacado. Entonces yo les dije que me venía para acá y que quien quisiera me acompañara. Menos mal una religiosa se animó a manejar y nos venimos en un microbús”. Digna llegó a la Policlínica casi de madrugada y sorteando no pocos obstáculos. Para entonces ya sonaban detonaciones, las calles estaban cortadas por postes caídos.
Adentro, poco a poco, las pertenencias de Monseñor Romero fueron saliendo. Un médico colocó en las manos de Mamerto Romero el crucifijo, el pectoral que usaba en ese momento en el que lo mataron. “Pero cuando lo vio, Saida se lo pidió para guardarlo y él se lo entregó, de ahí no supimos más”, recuerda Tinita con una sombra de arrepentimiento.
Digna Romero consiguió entrar a la Policlínica gracias al hábito, logró colarse hasta ver el cadáver de su tío. Y lo que la sorprendió fue un pecho desnudo, ancho, de hombre bien cuidado y que sangraba. En ese momento no lloró. La sostuvo lo mismo que a Gaspar, la certeza de que algo así estaba escrito desde hacía mucho tiempo atrás.
Entre sacerdotes, personal médico, amigos, a Tiberio, el penúltimo de los hermanos, se lo comía por dentro un sentimiento distinto. Lo envolvía la rabia. Él sí sintió enojo. “Uno en esos momentos quisiera poder haber salido a hacer algo, pero no se podía. Yo estaba más macizo y a saber qué hubiera pasado si hubiera podido encontrar a los que le hicieron eso. Pero era porque yo en ese momento de rabia y dolor grandes no entendía. Pero vea cómo es la vida, mire hoy cómo está él y vea cómo están los que lo mataron”, dice convencido, genuino.
Lo que sucedió en la Policlínica mientras se encontraba ahí el cadáver de Monseñor Romero tiene mucho de caos, de la certeza que se había asentado desde hace meses en la cabeza de los presentes de que algo así podía pasar, pero también de incredulidad, de duelo. “No es la primera vez que digo que en ese momento quizá solo nosotros, los más cercanos, sabíamos la clase de hombre que había perdido no la familia Romero, sino el país”, cuenta Gaspar.
En el ambiente, sin embargo, hubo una especie de cacería, de guardar algo que sirviera para acuñar ese momento tan doloroso como histórico, como le pasó a Digna. “Yo no supe cómo, pero la religiosa que me acompañaba me dijo: ‘Mire’. Y me enseñó un botecito que tenía el rotulito de la Policlínica que ella había llenado con sangre de Monseñor. No sé de dónde la agarró, porque yo en el suelo no vi charcos, no vi de dónde pudo agarrarla. Sé que después esa sangre ella la entregó a autoridades de la Iglesia”, revela.
Ante el acto de su acompañante, Digna también hizo lo suyo. Del suelo tomó unas sábanas ensangrentadas, las dobló y se las llevó. “Yo pensé que de todos modos ahí en el hospital a saber qué iban a hacer con ellas”. Con el tiempo, le contó de esas sábanas a su tía Saida y ella se las pidió. Después las entregó a las religiosas de la Divina Providencia y Digna supo que ellas hicieron escapularios con esa tela. Uno se encuentra aún en el museo en honor de Monseñor Romero que hay en el Seminario Menor de San Miguel.
A Gaspar le quedó un pañuelo. Recuerda que cuando lo vio sobre la camilla ya para que le extrajeran la bala, lo limpió y el pañuelo le quedó rojo. Con los años, perdió de vista el pañuelo, hasta que lo volvió a encontrar lavado y planchado. “Ya no tenía nada –lamenta– y fue lo único con lo que de esa noche me quedé, porque a mí me tocó andar con los sacerdotes en lo de la funeraria. Un sacerdote quería comprar el servicio más barato. Yo estaba como enojado. No, le dije, llevamos el más caro y si la Iglesia no lo quiere pagar, ya vamos a ver en la familia cómo hacemos. Menos mal, porque con todos los jalones que le dieron en el entierro, el ataúd más barato no hubiera aguantado”.
La Policlínica se fue despoblando poco a poco. Afuera solo quedó gente de algunas comunidades eclesiales de base que no pudieron traspasar el cerco. Se seguían escuchando detonaciones. Salvo esas detonaciones, no se escuchaba más nada. El arzobispo estaba muerto y por la ciudad solo transitaban esquivando postes los que se animaban a asomarse al franco inicio de la guerra.