El testimonio de Digna Romero recoge una imagen de Monseñor Óscar A. Romero en un papel más paternal y más de consejero. Ella fue, de los 17, la sobrina que más dependió de sus cuidados. Su padre fue Gustavo, el mayor de los Romero Galdámez, pero fue monseñor quien le suplió las necesidades afectivas y económicas que Gustavo no pudo.
Texto: Glenda Girón*
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Al venir de Honduras, mi madre me dijo: “Vamos a ir a ver a tu abuelita”. Cuando íbamos cerca de donde ella vivía, mi mamá me dijo: “Mirá, ves a aquel señor que está allá en aquella grada, ese es tu papá”. Me mató. Porque yo venía de hacer una primaria feliz, donde yo nunca necesité decir papá porque yo en mi mamá lo tenía todo y en mi tía, que tenía algunas posibilidades, lo tenía todo. Yo olvidé a mis tres hermanos que se habían quedado aquí con dos familias distintas, yo olvidé este mundo, la edad lo permitía, lo olvidé todo. Pero ahí estaba un señor con un garrote y con un cumbo en la mano y ese era mi papá, Gustavo. Y yo no sé si ese cumbo era para pedir. Pero yo sentí aquella cosa como que yo no quería ni que se me acercara.
Entramos y ahí estaba mi abuelita Guadalupe sentada. Ahí, tan divina ella. Tenía parálisis en la mano derecha, en la piernita y por eso aparece siempre con su manita encogida. Cuando mi abuelita me vio, dijo: “Ella es la muchacha, ella es la de Gustavo”, pero lo dijo con aquel cariño. Ella fue la que me puso con una señora para que me nivelara y pudiera pasar el examen de admisión en el Santa Sofía. Me enteré de que al final del corredor de la casa de mi abuelita había una tijera, una cama de lona, y ahí vivía mi papá. Contacto con él no tuve y menos Monseñor Romero. Y yo sé que él los iba a ver y todo, pero yo sé que él cargó ese dolor por cómo el vicio había consumido a su hermano Gustavo, mi padre.
Un internado
Al venir de allá, como que mi mamá se vio de brazo cruzado para mis estudios, entonces le dijo una amiga: “No, el padre Romero le ayuda a toda la gente, andá a decile que te ayude a vos”. Y mi mamá se vino donde él. Y de eso sí me acuerdo, que el padre Romero nos dijo: “Yo, si le ayudo con los estudios, va a ser interna, porque yo no puedo estar pendiente de ella si usted se vuelve a ir o como para decir que yo le voy a ayudar para al final quedar mal”. Entonces me ayudó a colocarme en el Santa Sofía. Me internaron. Y mi mamá dijo, de acuerdo. Yo recuerdo que lloraba y sufría porque era de nuevo arrancarme de mi mamá, porque ella se tenía que volver a ir. No venía de lleno con todo lo que necesitaba.
Allá al Santa Sofía, Monseñor llegaba a pasarnos películas los domingos, de las que él tenía, de Roma y de todo eso. Y las niñas me decían que antes nadie llegaba a verlas, y desde que yo estaba ahí, mi tío llegaba a ponernos películas.
Yo pasé en el internado de los 15 a los 17 años. Apenas salí unas tres o cuatro veces, una fue para Navidad. Yo nunca pasé con mi papá, muy diferente a las niñas de mi tío Tiberio, ellas sí, ellas tenían a su “payito” para todo, mi tío Gaspar, igual, tuvo su familia, su esposa. Yo no.
Así pasaron esos años. En todo me asistía Monseñor económicamente, porque yo venía a esta misma iglesia cada vez que me pedían libros. Mi mamá me mandaba un cheque mensual, no sé de cuánto era, pero me servía para mi ropa interior y mis cositas así. Yo le venía a pedir a él y casi siempre lo hallaba paseándose en ese corredor con su rosario en la mano. Porque yo casi siempre venía en la tarde, en la mañana recibía clases.
Una vez, yo venía para pedirle para el Álgebra, que era el libro más caro y me abatía mucho pedirle. Y ese día, al no más verme me dijo: “¿Cuánto es? ¿Cuánto querés?”. Y yo, entonces, me sentí descargada y al mismo tiempo con la pena de pedirle. Y le contesté que 35 colones. Y casi siempre me daba más. Me lo daba en un sobre. Y me decía: “Andate ya, rapidito para el internado”. Siempre estaba cuidando de que no anduviera en la calle.
La vocación
Yo creo que cuando salí del internado, en ese momentito, mi tabla de salvación era hacerme Hija de la Caridad. Cuando tomé esa decisión, la monja que estaba a cargo me dijo bien claro: “No, usted nunca me ha manifestado nada al respecto”. Y cuando le comuniqué mi decisión a Monseñor, él me dijo algo parecido: “Tú te vas porque quieres a una monjita y creés que siempre vas a estar cerca de ella”. No, le dije yo.
Al final, me fui. Tomé mis votos y estuve en Guatemala. Tengo una carta de una vez en que estaba yo allá y había llegado él. Lo fui a buscar donde él estaba, pero no lo encontré y yo le llevaba un regalito. Se lo dejé encomendado. Entonces, de regreso, me escribió una de esas cartas que eran como un encuentro eléctrico. La traje, porque me gusta tenerla cerca. La escribe en San Salvador en 1974. En ese tiempo, era obispo auxiliar.
Afuera me pone mi nombre como “Sor Carmen Romero, casa central de Hermanas de la Caridad, Guatemala”. Ya adentro es otra cosa:
Estimada Digna,
No sé cuántas atenciones tuyas vengo debiendo. Tu último obsequio ha venido a sacudirme la conciencia para ser un poco más atento y agradecido, pero Dios sabe que en mis oraciones le he encomendado que te pague mejor que nadie esas atenciones y que por mi parte tanto te agradezco. Lástima que no nos hemos podido ver para hablar de ese “mucho qué contar” que tan lacónicamente me dejaste en tu improvisada tarjeta. Se ve que jugamos siempre al escondite y Dios quiere reservarse solo para él esos secretos. Cuéntaselos con toda confianza que la oración es siempre nuestra mejor confidente y consuelo. Que sigas fiel y optimista en tu noble vocación y recibe siempre mi especial bendición.
Afectísimo en el Señor, Monseñor Óscar A. Romero.
Lo que yo tenía con él no era un acercamiento de mucho tiempo, pero sí era de mucho cariño. Una vez me dijo un sacerdote: “¿Adivine quién es la sobrina a la que más quiso monseñor? Usted”. Y yo no lo creí en ese momento. Pero después otra persona que no era nada de ese sacerdote ni pariente ni amigo ni nada, me dijo: “Yo supe que a usted fue a la que monseñor quiso más”. Debió ser porque yo era la que más dependía de él, la más pobre, la que más necesitaba andarlo buscando.
Un adiós
En mi caminar como religiosa, cada cinco años tenía que hacer la renovación de votos. Es cuando queda libre todita la comunidad. Entonces, decía yo: ¿Querés decir sí otra vez? Y me costaba contestar. Pero volvía a decir sí. Los últimos cinco años pasé que yo que ya no quería y era porque tuviera algún atractivo especial afuera, pero tampoco tenía mi corazón adentro. Y fue cuando yo le conté a Monseñor.
Llegué aquí y le dije, quiero hablar con usted. Creo que me voy a salir de la congregación, le dije. Y él me dijo, como ya estaba en lo más terrible para el país, ya faltaban unos 7 meses para marzo del 80: “Yo no tengo tiempo de recibirte, pero te recomiendo un psicólogo, y el padre Aníbal te va a dar el número ahora mismo. Y me mandó donde el psicólogo que me trató por varios meses. Fue él el que me dijo: “Valor para quitarse el hábito es lo que usted no tiene, pero usted ya está fuera”. Y claro que era así. Yo llevaba ratos con las dudas. Y no era traición a nadie.
Y Monseñor me dijo todavía más ese día: “Si tú te sales, yo te doy trabajo aquí en el Arzobispado”. Eso me hizo sentir que no se iba a molestar, que no iba a ser enemigo mío y que no iba a pensar quién sabe qué cosas porque me salía de la congregación. Fue como un papá, así lo sentí, un papá completo.
No tenía crítica para la decisión de nadie. Más bien le enseñaba a uno a madurar mejor las decisiones propias. Después de todo ese proceso, yo me dije, este año 1980, me salgo. Esa noche en la que a él lo mataron, yo ya tenía hecha la carta en la que anunciaba que ya no iba a renovar los votos, que yo estaba enferma y que quería permiso.
La muerte, la santidad
Yo ya desde hacía tiempo presentía que eso le iba a pasar. Y a la hora, así fue. Entonces, yo dije, esto así tenía que ser. A mí me duele en el alma, pero no lo lloro. Desde ese momento yo ya entendía que para la Iglesia Católica ese era un bautizo de sangre. Yo ya sabía que ese hombre era un mártir, una palabra que ahora se maneja mucho sin tener claro el concepto de mártir.
Lo de él fue un bautismo de sangre para esta su iglesia. El ver su sangre derramada por la verdad, por Jesús a mí no me causó aquella tristeza. Para nada. Yo entendí que se trataba de algo más grande. Y ahora queda más claro, porque en la práctica, se opusiera quien se haya querido oponer, él siempre fue un santo. Y lo que es, nadie lo puede tapar. Lo pudieron tapar un tiempo, pero eso salió y lo que tapaba se quitó. Mírelo adonde va a estar ahora.