La curia salvadoreña entró en pugna con el conflicto armado, en medio de esta pugna quedó Monseñor Óscar Romero. Algunos dicen que no fue el sacerdote el objeto de la ruptura sino la coyuntura política del país.
La ruptura de la Iglesia católica durante la guerra civil en el país se mira todavía con un gesto de disimulo, como libro prohibido, como artículo vetado. Si no se dividió, tuvo grandes diferencias y momentos tensos por los criterios a seguir. La Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Medellín, en 1968, ya había revuelto un poco el accionar de la Iglesia con su mensaje de interesarse por los problemas de la comunidad; once años después en Puebla, la opción preferencial por los pobres, por los jóvenes y por la transformación de la sociedad parecía mucho pedir para los sectores más conservadores.
En ese contexto, la figura del arzobispo Óscar Arnulfo Romero parecía ser el blanco de las críticas. Un sacerdote que prefiere guardar su identidad asegura que la iglesia no se dividió por Romero, sino por la coyuntura existente en el país, se fragmentó por las diferencias y corrientes históricas que han existido, “que encontraran una figura de descargo es otra cosa”, explica.
El padre Octavio Cruz, de la Comisión Central del Plan Pastoral Arquidiocesano, recuerda la tensión que existía en la época. Llegó en 1979 a trabajar con Romero en el arzobispado y trae a cuenta que la efervescencia social existente coincidió con el esfuerzo pastoral de las comunidades eclesiales de base, pero bajo ningún momento era trabajo político.
— En aquella época estábamos motivados por el Concilio Vaticano II, por las Conferencias de Medellín y Puebla, pero no teníamos mucha conciencia de la repercusión social. Había mucha riqueza de participación, pero también no había un plan debidamente ordenado.
En el decir de Cruz no todos estaban en acuerdo con el trabajo de las comunidades. Esa fragmentación se sentía y la posición que tomó el arzobispo también era otro punto en discordia entre el clero.
A pesar de que se trató de explicar que la iniciativa no respondía a ningún plan sino a una respuesta evangélica de la iglesia por tratar de resolver necesidades, la fragmentación se fue haciendo más evidente.
— Estábamos vivenciando una Iglesia que estaba tratando de ser ella misma en un difícil momento social.
Ese difícil momento no era interpretado bien por todos y fueron saltando las diferencias. Por un lado los grupos populares, influenciados por ideología marxista, reclamaban un cambio y la nueva postura de la Iglesia pedía que las penas y sufrimientos de los hombres se convirtieran en tarea eclesial. En algún punto coincidieron, y aunque con diferente propósito, se creó el cisma.
La división y qué hacer
Cruz dice que el momento era demasiado tenso y tenían muy poca experiencia en la parte de organización de las comunidades, de hecho asegura que quien puso orden en ese sentido —años después, ya como arzobispo— fue monseñor Arturo Rivera y Damas, quien con Romero también trabajo. El momento sin embargo los sorprendió a todos entre dos posiciones:
— Una era más de prudencia, de no saber qué hacer y hasta de no nos metamos y la otra era de hay que acompañar pues algo hay que hacer.
Entre esas disyuntivas asegura que tanto en la Iglesia como en los laicos había total desconocimiento de la doctrina social de la Iglesia.
Cruz considera que en la actualidad y a escala se vive un momento similar con el problema de las pandillas, sobre todo porque son personas jóvenes las involucradas y porque nuevamente sorprenden a la sociedad con una problemática en la que no se tienen respuestas.
— Al formar parte del Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana y Convivencia, la Iglesia tiene que tomar una posición, si se involucra si no se involucra, si se desarrollan programas de reinserción o prevención. El factor vuelve a dejar a la Iglesia en una balanza y con la discusión de ¿qué hacer?.
Monseñor Jesús Delgado, el copromotor de la causa de beatificación de Monseñor Romero, también considera que la iglesia sufrió una separación. Admite que algunos sacerdotes optaron por una posición bastante ideológica, pero que también se fue la mano de parte del gobierno de turno en la que llamaron “persecución de comunistas”, cuando no todos estaban involucrados y más aún que muchos si buscaban una solución real a los problemas en la sociedad.
— Yo diría que la fragmentación es real si hablamos de la iglesia jerárquica. Hubo división, no cabe duda, pero no obstante, en la base de la Iglesia católica no existió. La división que más dolió fue en la jerarquía, había obispos separados de otros, uno en contra de otro y aunque se solventaba por el grado de cultura de los obispos, a la hora de las decisiones se hacía más presente y evidente.
Delgado dice que bajo el concepto de “seguridad nacional” reinaba el miedo y obviamente el temor también fragmenta.
Los que cuestionaban
La diferencia entre los obispos de la que habla Delgado está plasmada en el diario personal de Romero. En una reunión de la Conferencia Episcopal del 3 de abril de 1978 el arzobispo asesinado hablaba de un acuerdo de cuatro obispos para acusar sacerdortes ante el nuncio apostólico de la época. Romero se refiere claramente a monseñor Benjamín Barrera, Santa Ana; monseñor Eduardo Álvarez, San Miguel; monseñor Pedro Arnoldo Aparicio, presidente de la Conferencia Episcopal; y monseñor Marco René Revelo, auxiliar de San Salvador.
Al describir la reunión habla de que todo estaba ya debidamente arreglado e incluso tuvo la intención de no asistir, pero decidió hacerlo para defender a los sacerdotes. El documento que se presentaría ya estaba elaborado y firmado por los otros cuatro sacerdotes.
Romero aseguraba que el mismo día recibió una advertencia de sus compañeros de clero:
— El documento quedó aprobado y yo fui objeto de muchas acusaciones falsas de parte de los obispos. Se me dijo que yo tenía una predicación subversiva, violenta; que mis sacerdotes provocaban entre los campesinos el ambiente de violencia y que no nos quejáramos de los atropellos que las autoridades andaban haciendo.
Más adelante habla de un día amargo y de una división más evidente en la jerarquía de la Iglesia.
Para colmo de males, Delgado asegura que Romero vivió con dos amenazas de muerte colgadas por parte de los grupos de represión del gobierno y más adelante en 1979, cuando pidió un compás de espera y dijo que las armas no eran una alternativa, fue sometido a un juicio popular por parte de la izquierda.
— En aquel tiempo un juicio popular solo significaba la muerte.
El copromotor de la causa de beatificación dice que políticamente tanto a la izquierda como a la derecha le convenía la muerte del arzobispo.
Romero también sufrió algunos ataques frontales de parte de algunos compañeros, según monseñor Fredy Delgado, un artículo lo mencionaba como una persona débil, tímido y muy fácil de ser manipulado por la izquierda, eso pensaban también otros sacerdotes de la época.
El mal querido
Manuel Armando Sorto trabajó con el arzobispo en la construcción de la catedral de San Miguel, es de los que le llama “el padre Romero”, para nosotros así es, dice.
Asegura que el sacerdote estaba consciente de que era resistido por muchas personas y se había ganado el desencanto de otras tantas, así se los dejaba entrever a ellos, sin decírselos claramente.
— Siempre que venía a Ciudad Barrios como nosotros teníamos un grupo nos pedía que le cantáramos canciones, también le gustaba escuchar marimba, pues aquí teníamos una.
Sorto recuerda el buen trato, la alusión directa y el elogio del sacerdote por los esfuerzos de ellos en la comunidad. Cuando se le consulta qué canción le gustaba más, responde de inmediato:
— El mal querido, es una canción de Javier Solís. Él sentía que mucha gente no lo quería y estaba en contra de él.
— ¿Alguna vez les dijo quiénes?
La respuesta del hombre es negativa y en una alusión metáforica responde que “el Imperio romano”. Luego insiste que la canción iba con lo que sentía y la recita porque no la quiere cantar:
— Si yo pudiera borrar tu vida la borraría, aunque quisiera también así borrar la mía… Soy mal querido por la mujer que yo más quiero (la Iglesia se apresta a decir rápido como para evitar malos entendidos), ¡ay! qué agonía, pobre de mí ser mal querido.
Sorto dice que él ya sentía que las diferencias con algunos compañeros eran insostenibles, pero nunca lo expresó ni nunca se expresó mal de nadie.
El padre Octavio cree que como ciudadanos pueden tener simpatías políticas diferentes cada uno, pero como Iglesia se tiene que buscar el bien común, pero desde la identidad de la misma Iglesia.