Tiberio Arnoldo Romero Galdámez tiene 88 años y es el penúltimo hijo de la pareja formada por Santo y Guadalupe. En todos los lugares en donde Monseñor Romero ejerció como sacerdote, fue Tiberio quien le ordenó las cuentas, le llevó los libros y le cuadró la contabilidad. Era el hombre de los números.
Texto y fotos: Glenda Girón*
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A Monseñor Romero Tiberio lo cuenta en números. Tiberio es el penúltimo de los ocho hermanos Romero Galdámez, dos fallecieron a corta edad. “Yo le llevé las cuentas por todos lados en donde anduvo, yo le hacía los balances y le organizaba la contabilidad, cuando se iba de un lugar, yo le dejaba todo cuadrado”.
Tiberio es un hombre de despacho y contómetro. Apunta todo. Y lo trae de familia. Guarda con recelo, el ya muy deteriorado diario de su padre, Santos Romero. En ese libro de páginas amarillas y porosas Tiberio muestra el casi obsesivo orden del patriarca Romero. Junto con los gastos de la milpa y el rendimiento de la finca de café detallados al centavo y con fecha exacta, Santos reservó una página completa que tituló “Gastos en Óscar”. “Es que mi papá, además de telegrafista, era un buen administrador”, dice Tiberio.
Era 1931, Santos dejaba constancia en esa página de que en enero había cancelado los 30 colones correspondientes a dos meses de la media beca que tenía el que por entonces era solo Óscar, el segundo hijo de los Romero Galdámez. “A caballo salía desde Ciudad Barrios, cada semana, por lo regular, a dejarle ropa o dinero”, cuenta Tiberio con las marchitas páginas de este histórico diario en sus manos. “Sotana y paquete, 3 colones; ropa interior y otros gastos, 30 colones; febrero remitido con Felipe Molina, 10 colones; otro paquete, 2 colones; marzo, beca, entregado al padre Calvo 15 colones”.
La familia Romero tenía tierras y algunas ventajas económicas. “No éramos ricos, pero la casa estaba en el centro de Ciudad Barrios y mi abuelo, ese sí tenía tierras, casi todo el volcán era de él y le había dejado unas 100 manzanas a mi mamá, que heredó mi papá porque antes solo entre hombres se entendían, en esas tierras había café, frutales y otras cosas”, recuerda Tiberio en una casa en donde entre los retratos familiares de sus nietos en otros países se cuelan en sepia las ya vetustas fotos de su célebre hermano.
Santos Romero era tan aplicado en el control de su diario de gastos que redactó ya en enero de 1933: “Entregué a don Catozzo Betaglio 10 quintales de café que convenimos con el reverendo padre Calvo para abonar en parte de 250 colones de la media beca que adeudaba por Óscar”.
Estos y otros números de cuánto se invertía en la finca y en la educación de los Romero Galdámez están incluidos en un libro que Tiberio redactó y publicó titulado “Lo que recuerdo de mi hermano Monseñor Óscar Arnulfo Romero”. Es un libro con el ISBM pendiente, que no tiene editorial, que Tiberio publicó y editó por su cuenta y que no se distribuye en ninguna librería ni en ninguna iglesia. La Iglesia católica no le dio el aval porque le quiso, según Tiberio, hacer retoques, algo que no quiso permitir. “Otros que han escrito libros tiene su estilo y yo el mío”, defiende. Los distribuye en su casa, a quien toca la puerta y paga. “Todavía tiene bastantes errores, unos se corrigieron, como cuando decía que cuando lo nombraron a monseñor obispo de la Diócesis de Santiago de María, el papa Pablo VI le había donado $5 porque era una diócesis pobre. Y no, fueron $5,000”.
Tiberio guarda el mismo talante que une a varios representantes de la familia Romero. Estricto, aplicado hasta el último detalle. En las primeras páginas del libro detalla con exactitud cuánto medía cada estancia de la casa original en la que se criaron. Que tenía un corredor, un lavabo, una cocina de leña, una mediagua y una tercera parte con una caballeriza donde dejaban los bueyes, esta última tenía cinco varas de ancho por siete de largo y los horcones eran de roble. “Una vez una hija, Anita, me preguntó que por qué ponía tanto número, y yo le dije que por que así estaba en el diario de mi papá”.
Tiberio Romero Galdámez salió de Ciudad Barrios a los 26 años de edad. Llegó a trabajar como asistente de albañil de quienes trabajaban en la construcción de la catedral de San Miguel. Para entonces, Monseñor Romero ya era párroco de la Iglesia Santo Domingo, o El Rosario, como también se conoce entre los migueleños.
“Una noche en la que yo estaba durmiendo en la sacristía llegó y me preguntó si quería estudiar, y yo le dije: ‘Sí, claro, lo que pasa es que no he tenido la oportunidad’”, cuenta que le respondió con entusiasmo. Unos días después, Tiberio tocaba a la puerta del Colegio Santa Cecila, en Santa Tecla. No llevaba nada más que la recomendación de su hermano el sacerdote y ya era mayo. Las clases habían comenzado en febrero. “Lo que yo no sabía era que el padre Ibalde había sido compañero de él”, y así pude estudiar. Aprendió tipografía, y después, de trabajo en trabajo, aprendió a llevar libros contables.
Romero era secretario de monseñor Machado en ese tiempo. Estuvo a cargo de la construcción de la catedral, Tiberio le ayudaba con las planillas de tan grande obra y con los libros. Romero fue también nombrado director del semanario El Chaparrastique, fue rector del Seminario Menor, fundó el grupo de Caballeros del Santo Entierro, Los Cursillistas de Cristiandad y hasta organizó un sindicato de limpiabotas.
También halló la manera de financiar proyectos. La librería católica Asturias, como relata Tiberio en su libro, era propiedad del padre Romero. Pero tenía matrícula comercial a nombre de las reconocidas hermanas Asturias. “Sucedió que a él le regalaron unos libros, y comenzó a venderlos ahí en la iglesia Santo Domingo. Poco a poco se hizo de más y más y eso se convirtió en algo rentable de donde salían ayudas para la iglesia y para otras personas”. De ahí sacaba para la planilla de los albañiles que trabajaban en catedral y también para otros gastos cuando no alcanzaba lo que había en la parroquia.
El padre Romero compró también una rotativa. “Pagó 12 mil colones por ella”, ahí se tiraba el Chaparrastique, y como yo sabía de tipografía. Trabajaba con él”. La rotativa estaba en las instalaciones del Seminario Menor de San Miguel.
En 1967, al padre Romero lo mandaron a San Salvador como secretario de la Conferencia Episcopal de El salvador y le dieron el título de monseñor.
“Él arregló la iglesia Santo Domingo, que era donde él vivía. Ahí está el altar que él dejó. Y terminó la catedral de San Miguel. A este barrio entregó mucho dinero, llevaba las cuentas y con eso pagaba planilla y hierro y todo eso”, recuerda Tiberio. “A pues, cuando lo trasladaron de San Miguel me pidió que le cuadrara todo. ‘Yo no he gastado en nada que no sean obras’, me dijo. A un lado estaban las señoritas Asturias, que eran las mismas de la librería y las que le lavaban la sotana”.
Como buen auditor contable, a Tiberio le cuadraron todas las cuentas de esas dos décadas del padre Romero en San Miguel. Y cuando el proceso en el que lo ayudaron las Asturias y una taquígrafa, Tiberio recuerda que tuvo una plática con su hermano:
—Vaya, le dije yo, cuánto trabajaste, y hoy por qué te van a echar.
—Es que no me echan, es que hice votos: castidad, sencillez y obediencia, dice que le contestó el padre Romero.
Ya en 1970, cuando Romero aceptó ser obispo auxiliar de monseñor Chávez y González, también tomó la dirección por cuatro años del semanario Orientación. Algunos de sus mensajes, recuerda Tiberio, no agradaban. Orientación dejó de ser impreso en la Criterio, propiedad de la Arquidiócesis. Romero no se quiso dejar vencer, así que hizo un préstamo al Banco Hipotecario y con ese dinero consiguió otro local para editar Orientación, con poco personal. De nuevo, Tiberio recuerda más en números: “Estuvo poco tiempo porque la venta era menor que los costos y los gastos. Era insostenible”.
Por esos días Romero fue enviado como párroco de Santiago de María. “De nuevo, con mi ayuda como auditor externo, entregamos el semanario sin ninguna deuda, solo quedó un vale del contador que casi estaba ad honórem”.
Tiberio le llevó las cuentas a quien será beatificado el 23 de mayo en el Arzobispado, en la Y.S.A.X (que transmitía sus homilías cuando ya era arzobispo de San Salvador), de la imprenta Criterio, y de Santiago de María.
Hubo un tiempo, a partir de 1977, en que toda la atmósfera social se empezó a caldear. “Me llegó a decir alguien a la ferretería en donde trabajaba como contador: ‘Dígale a su hermano que solo yo le quedo de amigo en San Miguel’”. A Tiberio le registraron la casa. Entraron por la cocina, pasaron por el corredor y los cuartos y salieron por su despacho de auditor externo. “Aquí anduvieron, pero no vieron el rifle que estaba aquí, ni la pistola que tenía en el gavetín del escritorio”. Armas que, dice, están registradas y que adquirió mucho antes de que el mensaje de su hermano causara polémica. “Eran para ir a la finca, allá hacía falta andar así”.
Ante lo que en la época significaba el nombre de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, Tiberio asegura hoy, entre fotos de bisnietos que crecen a miles de kilómetro de distancia: “Como familiares, nosotros nunca le dijimos que no hiciera esto o aquello, porque sabíamos que lo que estaba haciendo y diciendo era lo correcto. Nosotros respaldamos eso hasta el final, cada quien a su manera”. Tiberio lo hizo siendo su auditor, el hombre de los números de un santo.
“En Santiago de María fue donde él aprendió más de la gente. Les abrió la iglesia a los cortadores de café para que no durmieran en la calle. Él tenía conciencia, era del parecer de que las empresas tenían que compartir las ganancias con los empleados, el pago, le decían antes. Aquí hubo algunas que hicieron eso, pero hace tiempo”.