¡El padre Romero! No Monseñor, no el obispo ni el arzobispo. La curia migueleña quiere revivir la historia del sacerdote que para ella cambió San Miguel y cambió la Iglesia católica salvadoreña. Más allá del cura que denunciaba injusticias, quiere plasmar la idea de que Óscar Arnulfo Romero no responde a la coyuntura de la guerra civil, ni a la muerte de su amigo Rutilio Grande, ni al cargo de arzobispo, sino más bien a su deber con los pobres y la Iglesia.

Mario Enrique Paz

Manuel Córdova jugaba fútbol en una calle en la zona de la coquera, en San Miguel, por la conocida Ruta Militar, en la salida hacia Santa Rosa de Lima, al nororiente de la ciudad. Era una pelota de calcetín, lo recuerda como si fuera ayer. La calle sin asfaltar, la zona poblada de árboles de coco y otras frutas en una de las fincas más famosas del municipio. El trapo rodaba lleno de polvo tras las carreras y patadas de los jóvenes. Solamente se detenían, a medias, cuando pasaba un carro, una carreta o una persona que intentaba cruzar.

Aquella mañana el tipo bien presentable, “al estilo rico”, recuerda Manuel, los sorprendió a todos con una pregunta:

¿Quieren una pelota de verdad?

Argumentaron que sí y entonces fueron enviados el próximo sábado a la catedral. Llegó temprano y lo que más lo sorprendió es que no vio a nadie que jugara fútbol. Se sentó enojado en unas gradas de donde pudo ver que a unos jóvenes les daban clases.
Recuerda que desde el altar mayor bajó un sacerdote que lo invitó, junto a dos jóvenes más, a dar un paseo en taxi, no entendía el porqué de la invitación, pero aceptó. Abordaron el vehículo frente a catedral. El cura hizo bromas constantemente por todo el camino; a pesar de eso, Manuel estuvo siempre serio. No congeniaban, dice. Él llegó por una pelota y eso quería. Para colmo de males al regreso ya no estaban los otros muchachos y pensó que a ellos les habían dado los balones.

Lo que Manuel no sabía es que las clases eran la catequesis para la primera comunión y que la pelota la daban cuando se aprendía la doctrina por completo. Su molestia entonces era mayúscula. Lo que no entendía era cómo aquel padre, con el que también se molestó, lo había impresionado tanto, así que el próximo sábado regresó… allí quedó unido por siempre con el padre Romero.
La curia migueleña sostiene que Óscar Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 por odio a la fe, no respondió a una coyuntura política o a la indignación personal por el asesinato de un amigo Rutilio Grande en 1977; muy por el contrario, tales circunstancias solamente reconfirmaron su preferencia por los pobres, a los que les abrió las puertas desde que fue nombrado sacerdote. Antes que Monseñor, obispo o arzobispo, en San Miguel el padre finalizó la construcción de catedral, fundó asociaciones de lustra botas y escuelas, ordenó la diócesis, obras que aún perduran.
Córdova, un antiguo “hermano separado” y convertido al catolicismo para luego ordenarse sacerdote –hoy párroco de Quelepa–, vivió con Romero por cinco años en la iglesia Santo Domingo en San Miguel, antes de ingresar al seminario; lo conoció padre, Monseñor y arzobispo, y para él jamás cambió, jamás dejó de ser “el padre Romero”.

—Siempre dicen que él se convirtió con la muerte de Rutilio Grande, pero el ya era un hombre de Dios aquí en San Miguel, simplemente no había la misma coyuntura política que cuando ya era arzobispo.

Las coincidencias de otras personas con Córdova son muchas y todas describen a Romero como un hombre de muy poca conversación, siempre con su sotana negra, espiritual, adusto, estricto, pero muy agradable y de plática amena cuando se lo proponía. Decía lo que tenía que decir, oraba mucho y le gustaba recorrer a pie muchos lugares o visitar así las comunidades para hablar con la gente.

—Salíamos a caminar y terminábamos tomando agua de coco en la coquera. Regresábamos a catedral con los zapatos blancos por el polvo. Era muy desprendido, en extremo generoso.

Así lo recuerda monseñor Pablo Castillo, de la iglesia El Calvario. Él inició sus estudios teológicos con Romero en el seminario Menor migueleño, más tarde y ya ordenado trabajaron juntos en la diócesis de San Miguel. Dice que Romero era “el dueño”, mandaba, que el obispo Miguel Ángel Machado delegó todo en él.

—No se movía nada sin la autorización del padre Romero.

Pero ¿por qué se refieren siempre a él como “el padre”? Castillo responde que él siempre estuvo lejos de títulos o dignidades, estaba consagrado a Dios, a la Iglesia, a los pobres. Ese era su servicio, el Monseñor u obispo eran solo jerarquías que para Romero estaban de más.

—No le importaba ser Monseñor o ser obispo, para él era más importante saludar a los jóvenes en la calle, a los taxistas, los lustra botas, los trabajadores. Para ellos es que principalmente era el padre Romero. Se llevaba bien con todos, dicen que estaba peleado con los ricos pero era mentira, tenía muchos amigos que apoyaban sus obras, todas las señoras “fufurufas” de San Miguel lo querían.

Con este recuerdo de Castillo coincide el actual vicario general de la diócesis de San Miguel, Emilio Antonio Rivas, quien asegura que los más de 20 años de Romero en suelo migueleño le permitieron ordenar la diócesis, cuyo trabajo sigue vigente hasta la actualidad.

La huella en San Miguel

—Personalmente creo que hay cuatro factores que marcan los 22 años del padre Romero en San Miguel: la finalización de la catedral, la implementación de los medios de comunicación, la ordenación de la diócesis y su vocación y obra social para con los pobres.

La primera piedra de la catedral migueleña había sido puesta en 1862 por el capitán general Gerardo Barrios, un paisano de Romero, ambos nacidos en Ciudad Barrios; de hecho, del primero el municipio tomó su nombre. Para 1944, 82 años después, faltaba el piso, los vitrales, el altar mayor y todo el mobiliario. El sacerdote tomó como propia la tarea de finalización.

Después de 18 años, el 21 de noviembre de 1962, Romero vio cumplida su tarea en la misa de acción de gracias por la finalización de la catedral. Para no ver interrumpida la fase de construcción y su labor pastoral, el sacerdote se movió entre tres parroquias: la Santo Domingo (también conocida como iglesia El Rosario y que era su sede), la San Francisco y la catedral misma. Ver la obra terminada significó la gestión de fondos, contrato de personal y hay quienes dicen que para apresurar los trabajos si tuvo que agarrar una pala o un martillo, igual lo hizo con tal de salir adelante.

Córdova asegura que tenía tiempo para todo: dirigir el periódico El Chaparrastique, trasmitir las homilías por la radio de ese mismo nombre, transmitir programas por la noche y responder cartas que le enviaban, tomarse el tiempo para predicar en las cárceles y transmitir películas para los reos hasta más tarde fundar la radio Paz.

—Jamás perdió esa metodología ni su orden, ni en San Miguel ni como arzobispo. Su vida fue una constante de disciplina, de devoción, de fe.

Rivas coincide en que esa misma metodología le permitió tener el control de la diócesis. Los sacerdotes se comunicaban con el padre Romero, todas las consultas, los problemas, las tareas los ordenaba él. Era como un obispo auxiliar o adjunto. En la parte eclesial también era incansable. Creó la Orden de Caballeros de Cristo Rey, los Caballeros del Santo Entierro, los Cursillos de Cristiandad, ordenó la catequesis para las primeras comuniones los sábados, llevaba la documentación de todo el clero y tenía contacto con todas las parroquias.

Con tantas ocupaciones, la parte social era la que más le satisfacía. Asistir al pobre era un apostolado que marcó su vida. Más allá de la defensa de los derechos humanos y el clamor por el respeto a la vida que hizo como arzobispo, su huella en San Miguel perdura. Es el cuarto factor que marcó la estadía migueleña, dice el vicario Rivas.

Los recuerdos de Manuel Córdova lo trasladan a su juventud, cuando vivió con Romero en la parroquia Santo Domingo, su movilización por San Miguel estaba marcada por saludos a los vendedores, a los lustra botas, a los trabajadores.

—Saludaba hasta a los alcohólicos y el saludo estaba acompañado de un consejo pero también una reprimenda, y si llevaba algo para regalarles, lo hacía.

Mercedes Hernández y Salvador Peña, ambos maestros graduados de la Normal Francisco Gavidia en San Miguel y hoy jubilados, recuerdan su pasión por enseñar a leer, su interés por que los jóvenes, principalmente, tuvieran acceso a la educación. El sacerdote llegó a un acuerdo con la escuela de maestros para que lo apoyaran en los programas de lectura.

Hernández asegura que las primeras clases iniciaron en la iglesia Santo Domingo, más tarde se extendieron a la catedral para luego culminar con la fundación de las escuelas Sagrado Corazón de Jesús, una en el centro migueleño y otra en el volcán, por Las Placitas.

—Él pidió el apoyo de la directora de la Normal para que dos estudiantes llegáramos por 15 días en las tardes a dar clases a los niños, luego llegaban otros dos, había rotación. Eran hijos de lustra botas y otros vendedores. Tenía mucho rigor para con ellos, pero para evitar que no faltaran habilitó una sede a los papás para que guardaran sus cosas en una bodega en la iglesia, incluso algunos dormían ahí.

Peña, por su parte, recuerda que el edificio de la Normal era dependencia de la iglesia San Francisco y a lo mejor por esa situación fue fácil para Romero obtener el acuerdo. Él, sin embargo, era en extremo agradecido y encontró la manera de devolver el favor también por la tardes, al dar charlas de moral y religión a los estudiantes que se graduarían como maestros, recuerdan ambos docentes jubilados.

La escuela Sagrado Corazón de Jesús, en el centro migueleño, está lejos de ser una estructura moderna, tiene las mismas carencias y problemas que un centro escolar del país, solo hace diferencia el culto que rinden a Romero. El fundador sigue vigente y así lo enseñan los maestros a los estudiantes. La devoción por el Sagrado Corazón de Jesús también se mantiene, dice el vicario Rivas. Hay primeras comuniones y una misa mensual.

Córdova se pone nostálgico al recordar que Romero cambió su vida. A pesar de la pelea religiosa con su padre, con quien no pudo reconciliarse nunca —“sí lo hice con mi madre, murió católica”—, su decisión de adoptar el sacerdocio fue la correcta y no se arrepiente. El padre Romero fue su maestro y mentor, y vale la pena, para él, recordarlo todos los días.

—Su tarea no era puro asistencialismo o el solo dar por dar. Hablaba con la gente, les preguntaba qué podían hacer y les proporcionaba herramientas o medios para el trabajo, compraba instrumentos de costura, albañilería y carpintería entre otros. Predicaba el amor, pero lo más importante es que vivía el amor para con los más necesitados, para con los pobres…

© 2015 Beatificación de Monseñor Romero.