Entre la variedad de artículos a la venta -con y sin imagen de monseñor Romero-, la humedad dejada por la tormenta nocturna, y las incomodidades propias de una multitud reunida en un espacio limitado, los salvadoreños de a pie vivieron la beatificación.
Blanca Abarca
Pupusas y hotdogs; discos compactos con una funda desteñida, en la cual se lee “42 homilías de monseñor Romero”; bolsas de palomitas de maíz con una estampa del obispo mártir; globos, camisetas, llaveros, sombreros, libros, afiches, agua, dulces, incluso una marioneta con la figura del arzobispo. Así de variada era la oferta del comercio informal en la Alameda Franklin D. Roosevelt en San Salvador, una de las vías de entrada para los feligreses y peregrinos de la ceremonia de beatificación del sacerdote asesinado en marzo de 1980 en El Salvador.
El comercio formal también aprovechó la nueva fecha del calendario litúrgico, pese al asueto. Restaurantes cercanos abrieron sus puertas y sintonizaron sus pantallas planas con la transmisión oficial de la beatificación. La afluencia, especialmente a los sanitarios de estos establecimientos, fue tal que se designó a un vigilante para pedir comprobante de compra. En las afueras, los organizadores instalaron baños portátiles, que fueron usados por quienes pernoctaron en la periferia del templete. A primeras horas del día, en la calle, los basureros, las esquinas y cunetas rebalsaban de desperdicios.
En la barda, que dividía a los invitados especiales del resto de asistentes, muchos amanecieron con la ropa mojada por la lluvia de la noche y madrugada. Algunos peregrinos llevaron sus tiendas de campaña, frazadas y blanquitos portátiles. La humedad se veía incluso en los plásticos que fueron colocados en el suelo como materiales impermeabilizantes.
En un pequeño triángulo, donde se erige una escultura de Romero, los peregrinos defendían con fuerza el lugar que habían reservado desde el día anterior, ya que desde ahí podrían tener una visión privilegiada. La afluencia en ese lugar era tal que, por momentos, hacía falta el aire. Pese a la incomodidad en esa zona, los jóvenes se fotografiaban, cantaban, sonaban las guitarras y se podían ver menores de edad, en coches o sentados en el suelo húmedo, comiendo pupusas, mientras vendedores circulaban con carga y el potente sol comenzaba su ascenso.
La presencia de jóvenes, a primeras horas del día, era patente. Muchos eran de parroquias. De a poco se sumaron más adultos, algunos de los cuales se enzarzaban en debates sobre el mensaje de Romero, la teología de la liberación, la guerra civil de los años 80 para luego pasar a hablar de la violencia y el uso político de la festividad religiosa. En los alrededores ondeaban banderas de Cuba, México, Chile y El Salvador.
Frente a la pantalla gigante, decenas se arremolinaban. Había unos que iban de paso, otros desplegaban sus banquillos, abrían sombrillas coloridas mientras se sentaban sobre toallas en el asfalto.