Ese arcoíris que convenientemente abrazaba al sol podría haberse confundido con un milagro gracias a esa carta leída 20 minutos antes. A las 10:30 de la mañana, el cardenal Angelo Amato había leído la carta del papa Francisco que reconocía a Óscar Arnulfo Romero como un bienaventurado –un beato– de la Iglesia católica. Podría haber sido un milagro, pero al anciano que seguía la ceremonia aquello le pareció una feliz coincidencia.
Por César Castro Fagoaga
Guillermo Antonio Álvarez, que en junio cumplirá 80 años, miró hacia arriba cuando se percató de que muchos apuntaban con sus celulares hacia el cielo. Y entonces lo vio.
El arcoíris alrededor del sol. El halo solar. La acumulación de cristales de hielo, situados a kilómetros en las nubes más lejanas y refractados por la luz solar, que aparecieron 20 minutos después de la beatificación del arzobispo asesinado el 24 de marzo de 1980.
“Claro que es fenómeno natural, pero llegó en el momento preciso”, dijo Álvarez, que usaba una sencilla camiseta blanca y una boina de lana negra que no parecía alborotarle el calor. Apenas sudaba.
El momento preciso que causó un éxtasis colectivo, “selfies” con el sol, abrazos grupales, regocijo al pensar que hubo algo más allá de lo terrenal en esa celebración que ayer reunió a miles.
Álvarez estuvo a punto de no ser uno de esos miles. Culpa del poco interés, como él mismo reconoce. Cuando mataron al arzobispo, Álvarez todavía trabajaba como ordenanza de un banco, tenía 45 años, y la certeza de que si en aquella época te mataban era porque seguramente estabas metido en algo. Hasta que el mes pasado escuchó, por primera vez, una de las homilías de Monseñor Romero.
“Supe cuando sucedió aquello (magnicidio), pero nunca había escuchado ni una homilía de él. Y ahora por eso estoy aquí, convencido de su martirio. Las nuevas generaciones que lo van a conocer ya va a ser diferente”, dijo Álvarez, mientras buscaba un mejor lugar a un costado del templete para terminar de ver la ceremonia.
La plaza Divino Salvador del Mundo, ubicada a cuatro kilómetros de la tumba de Romero, empezó a recibir feligreses, peregrinos, sacerdotes y agnósticos desde el jueves. Pero el grueso llegó ayer en la madrugada, con los primeros rayos del sol que despidieron la evidencia del aguacero del viernes. A las 6 de la mañana era imposible acercarse a las barras que rodeaban el área frontal de la plaza.
Esas barras delimitaban como en los conciertos. Dentro de ellas había decenas de sillas plásticas blancas destinadas para la familia de Romero, para el Gobierno, los presidentes invitados, los diputados, cientos de sacerdotes, delegaciones internacionales y miles de pobres y campesinos (1,480, según los cálculos), tal como la Iglesia lo anunció a inicios de mayo.
Los invitados de la Iglesia comenzaron a entrar desde las 8, y lo hicieron por un acceso lateral que conectaba con la parroquia San José de la Montaña. Por esa puerta, custodiada por oficiales vestidos de saco y corbata, entró Gaspar Romero, uno de los hermanos del beato. Entraron quienes fueron amigos personales del arzobispo. Entraron los 150 miembros del coro. Los 1,400 sacerdotes. Empresarios, miembros de partidos políticos, funcionarios y decenas de miembros de comités eclesiales de base. El cardenal Amato, el cardenal hondureño Óscar Maradiaga, el nuncio León Kalenga, el arzobispo José Luis Escobar Alas y arzobispo Vincenzo Paglia.
Por esa puerta, poco antes de las 9 de la mañana, entró el alcalde de Santa Tecla, Roberto d’Aubuisson.
D’Aubuisson llegó con su esposa, protegido del sol por grandes gafas ámbar y un sombrero de palma adornado con una cinta amarilla que decía, a dos líneas: “Beatificación de Monseñor Romero, Mártir Por Amor”.
Aceptó hablar con los medios unos minutos.
—En lo personal, ¿qué le supone estar aquí?
—Estamos compartiendo la alegría de todo un pueblo cristiano, católico, que está compartiendo este proceso de beatificación de Monseñor Romero.
—En algunas entrevistas se ha notado incómodo cuando le preguntan sobre este tema. ¿Romero para usted…?
—Nunca me he sentido incómodo, muy por el contrario, este es un proceso que debe servir para unificar a los salvadoreños y no para dividirlos…
Afuera de las barras, una comunidad eclesial de base de Altavista lo había recibido con una enorme pancarta que responsabilizaba al padre del ahora alcalde, el mayor Roberto d’Aubuisson Arrieta, del crimen del arzobispo.
Con los invitados en las sillas, y Amato detrás del altar, el coro entonó “Vienen con alegría” para comenzar la ceremonia, poco después de las 10. Ya para entonces afuera de las barras la multitud había desbordado las fronteras del Salvador del Mundo: un mar de cabezas chapoteado con sombrillas. Casi todos con camisas de Romero, con pósteres de Romero, con bolsos de Romero y con llaveros de Romero de $5, $3, $2 y $1. Romero como ícono.
La ceremonia se midió con el entusiasmo de las palmas, más que muchos conciertos. Las palabras de Paglia, el postulador de la causa de Romero, fueron seguidas de una retahíla de aplausos cuando recordó que el arzobispo siempre pidió que no hubiera divisiones entre cristianos, entre iguales.
Paglia no la leyó, pero el 30 de julio de 1978, durante una homilía en catedral, Romero dijo algo parecido: “Ojalá no sea una expresión hueca, sino que de verdad sintamos que todo prójimo es mi hermano, pero cuando lo miro a través de Cristo, mi hermano mayor, y trato de ser como Cristo para ser digno de ser llamado hermano, y poder llamar hermanos a todos los hombres, sean ricos o sean pobres, porque a todos nos ama el Señor”.
La voz de Romero sonó una y otra vez, con los extractos de sus homilías que se intercalaron en la ceremonia. Fue vitoreada, tanto como cuando el halo apareció.
“Nunca había tenido la oportunidad escuchar la disertación de Monseñor. A Monseñor lo desacreditaron hasta decir basta. Lo convirtieron en un guerrillero más, cosa que ni se pasó por la mente de él. Él solo defendió a su pobrerismo (sic)”, dijo Álvarez cuando lo escuchaba.
El novel devoto de Romero decidió retirarse poco antes del final oficial de la beatificación, de la bendición. Se regresó, satisfecho, a Sonsonate.