Una fila de seminaristas irrumpió ayer a las 7:30 de la mañana en el templo de la parroquia San José de la Montaña. Entraron por una de las puertas laterales, cada uno portaba una sotana roja que le colgaba de las manos desde un gancho y envuelta en un plástico transparente, así como acostumbran entregar la ropa en las tintorerías.
Ricardo Flores/Flor Cañas
La Iglesia católica le llama casulla a esa vestimenta exterior que usan los sacerdotes para celebrar la misa. La casulla roja es utilizada por la Iglesia católica para denotar el fuego de la caridad, el martirio y la sangre derramada por Cristo, según la disposición ecuménica. Una prenda especial que ayer estaba destinada solo para ser utilizada por 100 obispos y ocho cardenales que participaron en la beatificación de Monseñor Óscar Arnulfo Romero. El resto de los 1,400 sacerdotes que se acreditaron para concelebrar la ceremonia vistió la casulla blanca y una estola roja.
Los seminaristas se pararon a un costado del templo San José de la Montaña, un lugar que suma valor, porque parte de la educación sacerdotal de Monseñor Romero se desarrolló allí. Ayer, a esa hora ya lucía abarrotado por todos los cientos de sacerdotes de varias partes del mundo. La tarea de los novatos fue ayudar a revestir a los obispos y cardenales para Romero.
Allí, en la primera banca, Roger Mahony, arzobispo emérito de Los Ángeles (Estados Unidos), se fotografiaba con otros sacerdotes que le reconocían de entre el grupo. “La beatificación de Monseñor Romero para nosotros en Los Ángeles es algo muy importante porque hay un vínculo muy profundo entre la comunidad de aquí (en El Salvador) y la de allá (Estados Unidos)… La mente de muchos salvadoreños fue san Romero y no fue necesario proclamarlo como beato o santo porque el amor y el cariño como su mártir siempre ha estado”, reflexionó el arzobispo antes de ser revestido con la casulla roja, una prenda en la que solo resaltaba un escudo con vivos celestes y amarillos y la frase bordada “Sentir con la Iglesia”, una sentencia que fue acuñada por Romero en sus homilías por su opción por los pobres.
Más tarde, Roberto González, arzobispo de San Juan, Puerto Rico, también se refirió dentro del templo al obispo mártir con cariño. “Es un momento de alegría pascual para la Iglesia católica, también para la comunidad ecuménica e interreligiosa; el arzobispo de San Salvador era alguien muy querido. La figura (de Romero) trasciende el catolicismo, hay muchos admiradores de Monseñor Romero en todos los países”, dijo antes de prepararse para revestirse de rojo ayudado por uno de los seminaristas que portaban una casulla.
Frente al altar, el arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar, dijo que como Iglesia le piden a Romero el milagro de la reconciliación. “No sabemos cuál milagro puede ser, pero si es verdad que nosotros (salvadoreños) estamos pidiendo colectivamente el milagro de la paz y de vivir en una nación reconciliada, el milagro de vivir como hermanos en una sociedad nueva, donde brille la justicia, la verdad, la equidad, el bienestar para todos; donde los pobres sean bien tratados, con dignidad y promovidos, podremos entonces vivir juntos como hermanos en una sociedad digna. Este es un milagro que pedimos todos”, dijo el prelado.
Afuera, varias camionetas con placas diplomáticas o funcionarios de Gobierno se estacionaban frente al seminario, a la par de la parroquia, un lugar significativo para el crecimiento religioso de Romero, donde llegó en 1967 cuando fue nombrado secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador (CEDES), para caminar hasta el templete con un pase exclusivo hasta un sitio privilegiado en la ceremonia. En ese mismo lugar, Marisela de Rubio, pariente de Monseñor Romero, había pedido orientación minutos antes a quien se le pusiera enfrente de cómo llegar hasta el sitio apartado para la familia del obispo mártir. “Es que muchos de los familiares andamos perdidos”, dijo.
Adentro del templo, el enviado del papa para beatificar a Romero, el cardenal Angelo Amato, aparecía en la capilla destinada para los preparativos. Justo antes de ponerse la casulla roja para sumarse a la procesión de sacerdotes que ya hacían doble fila cubriendo los casi 300 metros en línea recta que separa la parroquia San José de la Montaña, donde Romero instaló su despacho como secretario de la CEDES, y el monumento al Divino Salvador del Mundo, dijo: “El proceso de beatificación de Monseñor Romero ha sido trabajoso, muy difícil”.
Dos horas después de la llegada de las casullas al templo, salieron los obispos y cardenales para caminar hasta el templete. Un poco más de 400 sacerdotes bajaron para confundirse con las miles de personas que llegaron a la plaza para atestiguar el rito. Los religiosos iban acompañados por colaboradores que portaban una sombrilla amarilla adornada con un pequeño rostro en negro de Romero. Esa era la señal para que llegado el momento, los fieles pudieran comulgar sin tener que moverse.
En el seminario, otro grupo de seminaristas vestidos con túnicas blancas salió para unirse a los sacerdotes y ayudarles con la comunión. Tras la ceremonia, cerca de la 1 de la tarde, los sacerdotes regresaron por el mismo sitio que recorrieron por la mañana. Allí, muchos fieles que no pudieron acercarse más al templete observaban el retorno de los religiosos que aún cargaban hostias consagradas en un copón blanco. Serapio, un sacerdote mexicano, detuvo su marcha y ofreció la comunión a quien la quiso. Unas 10 personas lo hicieron. El sacerdote mexicano tapó el copón y se acomodó la estola roja para seguir su retorno hacia la parroquia, desde donde iniciaron cinco horas antes los preparativos de la ceremonia de beatificación de Romero, el primer beato de Centroamérica. El beato Romero.