Un centenar de compatriotas se reunió el sábado por la tarde en la mítica plaza Lamont en Washington, D. C., Estados Unidos, para celebrar, desde lejos, la beatificación de Monseñor Óscar Arnulfo Romero.
Por Héctor Silva Ávalos*
Lita Trejo es maestra. Lleva poco más de una década ayudando a jóvenes centroamericanos recién llegados a la capital estadounidense para que se adapten a través de programas de inmersión al inglés y al sistema educativo local. Lita es una de las varias decenas de personas que se reunieron en la plaza Lamont, en el barrio de Mount Pleasant, que en salvadoreño se pronuncia “monplesa”, al noroeste de Washington, para celebrar a Monseñor Óscar Romero, quien horas antes había sido oficializado en San Salvador beato de la Iglesia católica. Aproximadamente a las 8 de la noche –en las vísperas del verano, y por el cambio horario, el sol suele ponerse aquí cerca de las 9 de la noche en estos días–, Kenny López, la cónsul salvadoreña en Washington, tomó el micrófono instalado en el extremo sur del parquecito para proponer a los presentes que se acercaran a encender una vela al nuevo beato.Una fila de unos 20 romeristas se formó tras el llamado de la cónsul López, la mayoría mujeres y niños. El fervor llenó el ambiente fresco de la tarde.
Mientras un músico arrancaba a su guitarra el cancionero no oficial de la izquierda salvadoreña en el exilio –Casas de cartón, Sombrero azul y así–, los salvadoreños de la “monplesa” depositaban sus velas y oraciones frente a una pequeña estampa del beato.
Julia, una mujer joven de Usulután, encendió la vela, tocó la estampa del rostro de Romero, se persignó, cerró los ojos y se puso a orar. Se levantó un par de minutos después, empuñando una banderita azul y blanco y otra estampita. Se reunió con el resto de su familia a unos 20 metros del altar improvisado a esperar el resto del acto.
“¿Qué le pidió a Monseñor?” La pregunta interrumpió a Julia, que seguía enfrascada en su oración. “Por todo lo que pasa allá en El Salvador”, respondió la usuluteca con una sonrisa amable que invitaba a dejarla sola para que continuara su conversación íntima con el beato.
“Romero decidió ser una hostia para su diócesis… El Señor le ofreció ese destino, él fue la hostia en su altar…”. Las palabras las pronunciaba el obispo Vincenzo Paglia, postulador de la causa de beatificación de Monseñor y uno de los dos representantes del papa Francisco que hablaron en la plaza del Salvador del Mundo de San Salvador durante los actos oficiales.
En el parque Lamont de la “monplesa”, las palabras de Paglia llegaban en diferido a través de una pantalla ahí instalada en la que se proyectaba el acto de beatificación. Cuando Paglia describía, en su español con acento italiano, el martirio de Romero como él lo conoció, hubo en la Mount Pleasant quienes no pudieron contener la tristeza. Julia lloró, en silencio, junto a su familia. Karen, otra madre salvadoreña que vino hasta aquí, apenas se contenía: su emoción eran, en su rostro, ojos húmedos.
Un barrio mítico
Quienes llegaron a presentar sus respetos al beato Romero habían comenzado a llenar la plaza Lamont desde pasadas las 6 de la tarde –el acto oficial convocado por la embajada de El Salvador comenzaba a las 7–. No es casualidad que fuesen esta plaza y este barrio los escogidos para celebrar al más universal de los salvadoreños: la “monplesa” ocupa un lugar especial en el imaginario latinoamericano de esta ciudad.
Mount Pleasant es, hoy, un barrio más bien coqueto en el que la mayoría de habitantes pertenecen a la clase media o media alta. No siempre fue así. En este barrio, entonces menos coqueto, más popular, solían asentarse los salvadoreños, pobres en su mayoría, que llegaron aquí huyendo de la guerra a principios de los ochenta, cuando en El Salvador recién habían asesinado al arzobispo Romero.
Al oeste, Mount Pleasant está delimitado por el Rock Creek, el afluente del Potomac que divide al Distrito de Columbia del aledaño estado de Virginia. Al este, tras cruzar la concurrida Avenida 16, está Columbia Heights, uno de los barrios más diversos de la ciudad, lleno de centroamericanos, afroamericanos, africanos y jóvenes estudiantes angloamericanos. A esta zona llegaban los salvadoreños desde inicios de los ochenta, pero sobre todo al final de la década, cuando la guerra que inició el mismo año en que asesinaron a Monseñor Romero aún no terminaba.
En 1991, la Mount Pleasant ardió: un policía metropolitano de Washington disparó a un joven salvadoreño al que tenía esposado frente a un negocio. La versión oficial dice que el joven agredió a los oficiales que lo interrogaron por ingerir alcohol en la vía pública. La versión popular, repetida el sábado en la plaza Lamont, es que, como ha sucedido en varias ciudades estadounidenses en los últimos tres años, la policía se excedió en el trato contra un miembro de una minoría étnica, en este caso un salvadoreño.
Lo cierto es que aquel disparo arrancó una ola de violencia en esta parte de Washington que duró cuatro días y dejó como saldo negocios quemados, cuatro decenas de policías heridos, unas 230 personas arrestadas y unas 60 patrullas destruidas.
Veinticuatro años han pasado desde los disturbios de la “monplesa”. El sábado, en la plaza Lamont, que fue testigo muda de aquellos hechos protagonizados por los jóvenes salvadoreños empobrecidos que seguían huyendo de El Salvador, algunos de los que estuvieron ahí, y muchos otros que llegaron después, volvieron a la plaza para honrar al más universal de todos los nacidos en El Salvador, al beato.
Decía el obispo Paglia el 22 de febrero, unas semanas después de que el Vaticano hizo el anuncio oficial de la beatificación: “Romero nunca ha odiado a nadie, ni siquiera a sus opositores; al contrario, a través de la elección de los más pobres, Romero quería un El Salvador más justo, más atento a sus hijos más necesitados…”.
Los hijos de El Salvador que han llegado a Washington, a la “monplesa”, a todo el norte, huyendo de la pobreza que Óscar Arnulfo Romero Galdámez denunciaba cada domingo desde su altar, le hicieron el sábado un homenaje íntimo, emotivo, en una pequeña plaza ubicada a poco más de 5,100 kilómetros de la cripta de la Catedral Metropolitana de San Salvador, donde ahora descansan los restos del beato.
Concha, otra madre, no estuvo en el parque Lamont el sábado. Ella vive en Silver Spring, unos 10 kilómetros al norte. Concha es católica, devota de la Virgen y romerista.
El domingo 9 de febrero pasado, una semana después de que el papa Francisco anunció que había aprobado la beatificación de Monseñor Romero, Concha pidió la palabra al final de la reunión para padres de familia en la parroquia de San Miguel Arcángel; quería, dijo, dar gracias a Francisco por ayudar a que Monseñor esté más cerca de ser un santo.
Concha. Lita. Julia. Karen. Habían leído, oído y venerado al arzobispo mártir. El sábado empezaron a rezarle al beato Romero, en la “monplesa”, en Silver Spring, en Hyatsville, en Fairfax, en la basílica del Sagrado Corazón de Washington y en otros rincones de esta ciudad y sus suburbios, su hogar desde que se fueron.