11 La primera vez que visitó el corazón del catolicismo tenía 20 años. Óscar Arnulfo, el novicio salvadoreño de Ciudad Barrios, El Salvador, llegó a Roma en octubre de 1937 y ahí fue ordenado sacerdote cinco años después, el 4 de abril de 1942, por el papa Pío XII. Volvió a la Ciudad Eterna varias veces durante su vida. La mayoría de veces, recuerda uno de sus biógrafos, iba a la Basílica de San Pedro a pedir guía frente a la tumba del discípulo de Jesús, el primer papa, y a la de Pablo VI, acaso el pontífice al que Romero más admiró. Una de esas veces, ya como arzobispo de San Salvador, y agobiado por las divisiones entre sus obispos, Romero acudió a Pablo en busca de consejo: “Ánimos, usted es el que manda”, le dijo el papa. Hoy, la huella de Monseñor Romero es universal; este texto relata algunas de las presencias del mártir salvadoreño en Roma.

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Para llegar a la isla Tiberina desde el antiguo Circo Máximo, en Roma, hay que cruzar uno de los puentes más viejos que cruzan el río del Tíber, el Fabricio, construido en el 62 a. C. durante el imperio romano. En la Roma de hoy, en la tarde del domingo 22 de febrero, sobre las piedras del puente un vendedor senegalés ofrece carteras artesanales para mujer; más adelante, un par de pintores callejeros italianos dan los últimos toques a estampitas con paisajes de Roma que luego ofrecerán a los turistas por precios que no bajan de los 25 euros. Más allá de ellos, a unos 50 metros, ya sobre la isla, una callejuela de piedra da a una placita que sirve de vestíbulo abierto a la Basílica de San Bartolomé. Adentro de esa iglesia está Monseñor Romero, una parte de él.

Es una iglesia más bien pequeña, sobria si se le compara con las grandes catedrales romanas o incluso con los templos que salpican la imponente Vía del Corso, una de las arterias vitales de Roma.

En uno de los laterales, el segundo de la derecha conforme se entra, hay objetos que recuerdan a algunos de los mártires más recientes del catolicismo. Ahí está, sobre una repisa dorada, una urna de metal y cristal que guarda el misal del arzobispo salvadoreño asesinado mientras daba misa en San Salvador el 24 de marzo de 1980. El misal llegó hasta aquí de la mano de la comunidad San Egidio, una organización de laicos católicos italianos que regenta esta y otras iglesias en Roma y que ha sido parte activa en el proceso de beatificación de Romero.

El 4 de abril de 2008, el papa Benedicto visitó San Bartolomé para agradecer por los testimonios de los mártires de los siglos XX y XXI, según consigna una placa de mármol a la entrada del templo. Ya antes Juan Pablo II había nombrado a la iglesia como hogar de esos mártires en Roma.

Justo a la entrada de la iglesia hay una pequeña tienda de estampitas, crucifijos, rosarios y libros. Ahí está, también, el rostro de Romero, uno de los mártires honrados aquí. También hay, en el templo, referencias a sacerdotes asesinados durante la guerra civil española, o por los narcos en México.

“Actualmente, en la Basílica de San Bartolomé, uno de lugares de culto más antiguos de Roma, se encuentran las memorias y las reliquias de muchos testigos de la fe de nuestro tiempo, desde el obispo mártir Óscar Arnulfo Romero, al cardenal Posadas Ocampo, asesinado por narcotraficantes en Guadalajara (México), al pastor evangélico Paul Schneider, opositor del nazismo por objeción de conciencia y testimonio de fe, a don Andrea Santoro, sacerdote romano asesinado en Trebisonda (Turquía)”, se lee en un comunicado expuesto en el interior de la iglesia.

Mucho debe esta basílica, sobre todo desde las últimas décadas del siglo pasado, a la comunidad San Egidio, esa que ha hecho de la beatificación y canonización de Monseñor Romero una de sus misiones más importantes. Los cofrades de San Egidio regentan esta iglesia y fueron quienes hicieron gestiones para traer hasta aquí el misal del arzobispo asesinado.

La comunidad San Egidio nació en 1968 de la mano de jóvenes laicos italianos, romanos la mayoría. Una de las primeras misiones que esos jóvenes enfrentaron fue remodelar un viejo convento en el barrio del Trastevere, en el cuarto suroeste de la ciudad.

“La primera gran lucha fue contra las ratas que había aquí”, dice Giovanni Impagliazzo, miembro de la comunidad desde los años setenta, en el primer vestíbulo del edificio adornado con frescos de motivos religiosos y en el que ya no queda rastro de ese lugar en el que deambulaban roedores: hoy, aquí, la limpieza es evidente, como en un museo. Antes de hablar de Monseñor Romero, un mártir al que San Egidio guarda particular aprecio, Impagliazzo habla de una de las pinturas desplegadas en una pared del vestíbulo. Su afán no es solo histórico: lo que va a contar tiene relación con la admiración de San Egidio por Romero.

El fresco, de corte renacentista, muestra a un monje con una de sus manos atravesada por una flecha, a un ciervo y a un cazador. “Es un monje griego que emigró de Grecia a Francia, dice la historia, y se fue a vivir a un gruta. Un día, un ciervo llegó hasta la cueva y el monje se atravesó para impedir que la flecha de un cazador que lo seguía matara al animal”. Como el monje, San Egidio, dice Impagliazzo, tiene por misión ponerse del lado del débil, del desprotegido.

“Entendemos que la Iglesia debe estar ahí donde hay pobres, ahí donde hay guerras”, dirá después el miembro de San Egidio, justo antes de referirse al arzobispo salvadoreño: “Ahí estaba Monseñor, con los pobres”.

Cuando en 1980 llegó a Roma la noticia de que un sacerdote había sido asesinado justo en el momento de celebrar la eucaristía, los líderes de San Egidio decidieron saber más de ese hombre, el arzobispo de San Salvador, en El Salvador, un “país que está tan lejos de Roma” y del que casi no habían oído hablar hasta entonces. Además de pedir a monseñor Arturo Rivera y Damas, el sucesor de Romero, que oficiara misas anuales por el arzobispo mártir –Rivera no pudo asistir a la primera, en 1981; lo sustituyó el padre Jesús Delgado, confidente de Romero y uno de sus biógrafos–, los hombres y mujeres de San Egidio se trazaron la doble misión de dar a conocer las enseñanzas de Romero y de conocer aquel pequeño país en el que él había nacido.

Desde que llegaron, a inicio de los ochenta, los de San Egidio fundaron comunidades de jóvenes en escuelas y universidades de El Salvador y organizaron brigadas de ayuda permanente en comunidades afectadas por el terremoto de 1986 o, luego, por la tormenta tropical Mitch en 1998, según el recuento de Impagliazzo.

Antes de que el proceso por la beatificación de Monseñor Romero iniciara en el Vaticano, lo cual ocurrió en 1996, Rivera y Damas dirigió el proceso diocesano local, en El Salvador. Como años después le pasaría a Vincenzo Paglia como postulador ante la Santa Sede, Rivera encontró fuertes objeciones y reticencias en el clero local, en obispos salvadoreños que consideraron al arzobispo asesinado cercano a una de las partes en conflicto.

Cuenta Impagliazzo: “Monseñor Rivera acudió a San Egidio cuando se sintió arrinconado por los miembros de la Conferencia Episcopal en El Salvador que no apoyaban la defensa que hizo Romero de los pobres y desplazados y que luego no apoyaron (la causa de beatificación)”.

El miembro de San Egidio no duda de que la participación de una comunidad tan respetada en Roma, querida por los pontífices e identificada con una iglesia cercana a los pobres, como la que proponen el concilio Vaticano II y Medellín, de los que Romero fue estudioso y seguidor, según el historiador Roberto Morozzo della Rocca –biógrafo del salvadoreño para el proceso de beatificación–, fue importante para allanar el tortuoso camino que culminó el 3 de enero pasado, cuando el Vaticano reconoció el martirio del arzobispo.

San Egidio fue escogida por la diócesis salvadoreña como principal defensora de la causa de Romero ante la Santa Sede y, a la postre, monseñor Paglia, uno de los prelados más cercanos a la comunidad, se convirtió en el postulador oficial.

“Monseñor Rivera nos había pedido oración y apoyo internacional… consuelo para enfrentar los demonios que debió enfrentar en el proceso… Esta fue su casa de retiro también, donde no se sintió abandonado, como a veces se sentía en su casa por quienes poco lo estimaban”, recuerda Impagliazzo.

Romero llegó por primera vez a Roma como novicio, justo cuando empezaba la Segunda Guerra Mundial y Pío XI era papa. Después de haber sido asesinado, Monseñor regresó a Roma de la mano de San Egidio.

Para llegar desde el barrio del Trastevere, donde están la iglesia de San Bartolomé y la sede de la Comunidad San Egidio, al Jardín El Salvador, en el extremo sur de Roma, se toma la línea b del metro hasta la última parada, Laurentina, una de las que sirve a la zona Eur (siglas de Exposición Universal de Roma) de la ciudad. En los linderos de este complejo urbano, que nació en los cuarenta cuando el dictador fascista Benito Mussolini quiso expandir la ciudad hacia el sur con trazos faraónicos y con los años se convirtió en una zona comercial, hay un parque que la comuna romana nombró “Giardino El Salvador, Repubblica dell’America Centrale” en 2004. A principios de ese año acudieron al evento oficial del nombramiento representantes del gobierno de Francisco Flores, uno de los que más se opuso a la beatificación de Romero, según fuentes cercanas al proceso en el Vaticano.

Por hoy, la alusión al país centroamericano en el jardín romano no está más que en el rótulo que lo nombra, letras negras sobre un fondo blanco. Pronto estará aquí una estatua de Monseñor Romero que ha sido elaborada por el escultor salvadoreño Guillermo Perdomo y que será colocada en el parque con el permiso de la comuna de Roma (alcaldía) por gestiones de la embajada de El Salvador en Italia y la Fundación Romero de El Salvador con el apoyo de 139 senadores italianos. La embajadora salvadoreña en Roma, Aída Santos de Escobar, calcula que la estatua estará en su sitio en junio.

En las paredes de la embajada de El Salvador, junto al despacho de Santos de Escobar, Monseñor Romero está en forma de pósteres: de las paredes de la sede diplomática están colgadas imágenes curadas por el Museo de la Palabra y la Imagen que retratan al arzobispo en varias etapas de su vida. En una de esas imágenes aparece un Romero joven, con sus lentes inconfundibles, de sotana negra y con un pequeño gorro en su mano derecha; a sus pies, la Plaza de San Pedro y la Vía de la Conciliación, y al fondo el Castel Sant’Angelo. Romero en el corazón del catolicismo.

Dice Monseñor Vincenzo Paglia, el obispo-postulador, que hoy, tras la oficialización de su martirio, Romero ha vuelto al Vaticano con un mensaje trascendental: “La vida no se toma, solo puede ser ofrecida”.

Es domingo, 22 de enero de 2015, primero de Cuaresma. La Plaza de San Pedro está, como suele, llena de gente. Y los jardines vaticanos, detrás de la Basílica de San Pedro, están, como suelen, en silencio. Dice Manuel López, el embajador salvadoreño ante la Santa Sede, que en el Vaticano decir El Salvador es lo mismo que decir Monseñor Romero.

“Una vez, en el portón por donde entran los carros con placas diplomáticas, nos identificamos ante los guardias suizos como embajada de El Salvador y uno de ellos inmediatamente dijo Monseñor Romero”, relata el embajador López mientras su vehículo recorre los jardines vaticanos hasta detenerse en una de las puertas que dan a la Basílica de San Pedro.

Todo, dentro del principal templo católico del mundo, parece enorme. El altar bajo la silla de Pedro que cargan cuatro estatuas. El vitral multicolor que rodea la paloma blanca, representación del Espíritu Santo. Todo tiene un aire a solemnidad, esa de la que el papa Francisco ha querido despojar un poco al catolicismo con su protocolo relajado y sus formas más campechanas. Huele a incienso, a pesar de la inmensidad de la nave central y de lo lejos que están los sacerdotes que lo esparcen sobre el altar.

Varias decenas de feligreses escuchan la misa en latín e italiano –algunos pasajes de la liturgia eucarística también son pronunciados en inglés–. A las espaldas de los fieles se yergue, enorme también, la cripta de Pedro, en el centro mismo de la basílica. La última vez que Monseñor Romero estuvo aquí fue en enero de 1980, menos de tres meses antes de su asesinato. Había estado aquí 41 años antes, en 1939, para asistir a las exequias del papa Pío XI. Esto escribió el joven Romero acerca de aquel acontecimiento, según aparece en diarios rescatados por el equipo postulador: “En la sagrada cripta papal de San Pedro, junto a la tumba del Príncipe de los Apóstoles y de Pío XI y Benedicto XV, se ha levantado la nueva tumba de Pío XI. Y son muchedumbres las que están pasando todavía a arrodillarse ante el augusto difunto y a estampar un beso sobre su sepulcro”.

Monseñor Paglia y Giovanni Impagliazzo guardan estampas parecidas de la primera vez que cada uno de ellos visitó la tumba del arzobispo en la Catedral Metropolitana de San Salvador; los recuerdos de ambos tienen algo en común con la remembranza que Romero guardó del funeral en la Basílica de San Pedro: las multitudes.

Paglia dice que una de las cosas que más lo sorprendieron, al visitar la tumba de Romero en los ochenta, cuando la cripta actual aún no existía y los restos del mártir estaban en la nave central del templo salvadoreño, fue la gente, la cantidad de “campesinos que lo visitaban y hablaban con él”.

Impagliazzo relata: “Fui primero al hospitalito (de la Divina Providencia, donde Romero fue asesinado) y a la tumba. Me impresionó la sencillez del lugar y el fervor de la gente… Romero era un hombre sencillo, un hombre de fe y también un patriota que denunció la violencia y luchó por una transformación pacífica”.

Desde el corazón del catolicismo, donde la causa por la beatificación de Monseñor Óscar Arnulfo Romero y Galdámez encontró resistencias –“muy determinadas y constantes”, según el obispo-postulador–, pero también el apoyo de una parte importante de la curia y los laicos romanos, sobre todo desde la comunidad San Egidio, estos dos italianos que han consagrado tres décadas de sus vidas al mártir del “pequeño país” creen que la beatificación tiene mensajes ulteriores para El Salvador:

“Quiero creer que el mensaje de que la Iglesia se debe a los más pobres y oprimidos y que la Iglesia es una de paz regresan al centro de la atención aquí en Roma, pero también en el mundo, de la mano de Romero y de los servidores humildes que han dado su vida por la paz”, reflexiona Impagliazzo en los jardines del convento de la plaza San Egidio.

Paglia ha dicho: “Romero hoy representa, ya que es una personalidad muy conocida entre los creyentes, un testimonio que se opone a quienes piensan que la violencia ganará”.

Es lunes 23 de febrero de 2015. Monseñor Vincenzo Paglia se ha ido a un retiro de una semana con el papa Francisco y el resto de la curia. En el Trastevere el invierno romano, más bien templado y ya de salida, dará pronto paso a atardeceres que según los locales solo se ven en Roma, sobre todo desde el puente Fabricio, por el que se entra a la isla Tiberina y a la Basílica de San Bartolomé, ahí donde está uno de los tantos referentes de Monseñor Romero que existen en la Ciudad Eterna. Ahí está Romero, una parte de él.

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