Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, insistió en que las reivindicaciones del beato Óscar Romero no tenían contenido ideológico ni político, sino un carácter evangélico. Vincenzo Paglia, promotor de la causa ante el Vaticano, también insistió en el mensaje de reconciliación y llamado a frenar la violencia que hacía el obispo asesinado hace 35 años.
Mario Enrique Paz/Byron Sosa/Ricardo Flores
Un halo inmenso lo corona, el cielo lo saluda y el mundo lo venera. Óscar Romero es beato. Beato porque el papa Francisco así lo quiso desde ayer, así lo nombró: beato Óscar Romero, obispo y mártir. No lo necesitaba, dijo el promotor de la causa ante el Vaticano, monseñor Vincenzo Paglia, conocedor de que en el corazón del pueblo es santo, pero los formalismos de la Iglesia así lo requerían, como suceso de reconciliación, como fenómeno de paz, como intención de redención.
A las 9:37 de la mañana una línea de sacerdotes que hacía su entrada al templete, vestidos de blanco y rojo, vestidos de gala, hacían contraste con un hormiguero humano que se extendía hacia el oriente en la alameda Roosevelt, hacia donde mira el Salvador del Mundo, hacia donde levanta su cruz Romero en su pequeña plaza, la ceremonia había comenzado.
El ordenado caminar de los curas es totalmente opuesto con la prisa y el desorden con que entraban miles de salvadoreños a la zona del templete, opuesto a las ventas de agua, jugos, camisetas y pañuelos, opuesto al griterío y bulla. Dos pueblos en uno, el del sacerdocio y el de las calles. El último era un río humano que camina sin creciente, despacio, que solo quiere colocarse, como los sacerdotes, en un mejor lugar para la ceremonia.
En esa solemnidad, mezclada con desorden en la que muchos querían estar, a las 10:05 Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, dio la bendición inicial y el camino para nombrar a Romero como beato comenzaba a despejarse.
Simbolismo de principio a fin, semejanzas en los martirios. “Cuando sea levantado en lo alto, todo lo atraeré hacia mí”, dice una frase de Jesucristo en el Evangelio de San Juan que se refiere a la crucifixión, a su momento de reconocimiento como el hijo de Dios. Otra parte del Evangelio de San Juan fue solemnemente cantada ayer: “Y ya no estoy en el mundo; mas estos están en el mundo, y yo a ti vengo. Padre Santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre para que sean una cosa, como también nosotros”. Al final de la beatificación de Romero, el día soleado contrastó con el opaco cielo descrito en la Biblia por la muerte de Jesús, pero como en el Calvario, en el Salvador del Mundo un pueblo se volcaba entero.
El reloj marcaba las 10:10 de la mañana cuando el arzobispo de San Salvador hacía la petición al papa Francisco para la beatificación y solo unos minutos después Vincenzo Paglia, procurador de la causa, leía la biografía del ahora beato y recordaba que en Roma el arzobispo asesinado, el 24 de marzo por odio a la fe, había dicho que quería ser una hostia para Dios, y “el Señor le reservó este lugar con la muerte en el altar”.
Muy a la usanza de la antigua Iglesia, Amato leyó en latín el mensaje del papa que confirmaba la beatificación, para que después monseñor Jesús Delgado, copromotor de la causa en El Salvador, lo hiciera en español: “Habiendo hecho la consulta del caso a la Congregación de los Santos, en virtud de nuestra autoridad apostólica, facultamos para que el venerable siervo de Dios Óscar Arnulfo Romero Galdámez, obispo y mártir, pastor según el corazón de Cristo, evangelizador y padre de los pobres, testigo heroico del pueblo de Dios, reino de justicia, fraternidad y paz, en adelante se le llame beato y se celebre su fiesta el día 24 de marzo en que nació para el cielo”.
A las 10:29 de la mañana una inmensa manta se deslizaba despacio para develar la figura que se usará en los altares, ya para esa hora las miradas competían con la figura en el cielo: el halo.
Fenómeno natural para unos, señal para otros, de manera impresionante apareció en el momento oportuno. Caras sorprendidas, bocas abiertas y lágrimas derramadas, Romero consiguió lo que los políticos nacionales sueñan: reunir al pueblo, conjugar –con fronteras establecidas, desde luego– a pobre y rico, a jóvenes y adultos, a izquierda y derecha.
José Luis Escobar tomó la palabra para dar las gracias a Francisco, la Iglesia, todo el pueblo, los congregados en la plaza y al mundo entero por la beatificación de Romero y en un sensible abrazo se aferró a Amato para entregar la carta apostólica, llegó el canto de Gloria y las lecturas.
La homilía
Tan preparado como ensayado, la significación de las lecturas pareció un paralelo con la vida de Romero, un paralelo con la realidad del país, con la persecución que vivió y con la manipulación que han hecho de su obra. La primera citó al libro de la Sabiduría: “Las almas de los justos están en las manos de Dios, y no los afectará ningún tormento. A los ojos de los insensatos parecían muertos; su partida de este mundo fue considerada una desgracia y su alejamiento de nosotros, una completa destrucción; pero ellos están en paz”. Las palabras de Paglia al leer la biografía parecían resonar en la lectura, al hacer una alusión de que para el arzobispo no era pesado ser un buen pastor.
Y sonó el canto del Salmo 125: “Los que sembraron entre lágrimas cosechan entre cantares”, en relación directa con la segunda lectura, la carta de San Pablo a los Romanos que dice: “Si Dios está a nuestro favor, quién estará en contra nuestra”. Y el promotor de la causa vuelve a sonar cuando asegura que al querer silenciar la voz de Romero solamente la difundieron por todo el mundo.
El evangelio de San Juan fue cantado a una sola voz en el ruego que Jesucristo hace para que el padre guarde a sus apóstoles y Amato encontró en este los fundamentos para su homilía. Parafrasea a San Agustín al decir que el Evangelio le asustaba y quería una existencia tranquila, “en cambio predicar, amonestar, corregir, edificar, entregarse a todos es un gran peso, una grave responsabilidad, una dura tarea”, y algo similar sucedió con Romero.
Amato hace énfasis en que las lecturas dan el significado del martirio de Romero, de quien dice es luz de las naciones y sal de la tierra. Asegura que los perseguidores del obispo desaparecieron en la sombra, en cambio la memoria del obispo continua viva y da consuelo “a los pobres y los marginados de la tierra”.
El cardenal dice que el evangelio leído en la misa de beatificación era repetido constantemente por Romero en los últimos días “hasta el fatídico 24 de marzo de 1980, cuando una bala traidora lo hirió de muerte durante la celebración eucarística y su sangre se mezcló con la sangre redentora de Cristo”.
Amato volvió a insistir en alejar la figura del beato de la política o cualquier movimiento que fuera ajeno a la Iglesia al asegurar que en las palabras del obispo no existió nunca ninguna provocación “al odio o la venganza” y eran más llamadas de atención para los que consideraba hijos en discordia.
Romero invitaba “al amor, al perdón y la reconciliación” y como para rematar recuerda que “su opción por los pobres no era ideológica, sino evangélica”. Para el cardenal, también tenía palabras de conversión para sus perseguidores y pregonaba el perdón, una cualidad que, junto con la generosidad, en extremo el sacerdote practicó.
La canonización como proyecto
Ayer al final de la homilía la Iglesia hablaba ya de la canonización y todo el trabajo que se tiene que hacer para tratar de que el hecho llegue lo más pronto posible. Un emocionado monseñor Rafael Urrutia replicaba: “Depende de la agilidad con la que se instruya. Pueden ser uno o dos años. Tenemos que invitar (a las personas) a que nos traigan los milagros. El papa… esperamos que un día decida venir a El Salvador. Ojalá cuando venga canonice a Monseñor Romero y beatifique a Rutilio Grande”.
La tarea, no obstante, tiene una dificultad más que el martirio, en el que no se pide milagro, ya que la canonización en cambio requiere tal prueba. “Esto supone exámenes médicos, diagnósticos médicos, testimonios médicos, testimonios psiquiátricos. Si no es tan sencillo, pero hay que hacer un proceso. Necesitamos un milagro para la canonización”.
Por el momento, la Iglesia ha cumplido un primer paso y Romero fue levantado en lo alto –sube a los altares– con una hostia en la comunión y en el ritual que lo beatifica, ya antes había sido crucificado por los que lo odiaron, los que lo denigraron, los que los asesinaron, los que los utilizaron y los que siguen usando y manipulando su palabra como objetivo político de ataque.
Como bien dijo monseñor Rafael Urrutia cuando el Vaticano firmó su martirio: “Roma locuta, causa finita”, muy en relación con el “cosummatum est”: Roma dice y la causa ha terminado, entonces todo ha concluido y el beato salvadoreño, más allá del sacerdote, del monseñor o del arzobispo queda como ejemplo a seguir, ejemplo de justicia, de paz, de solidaridad, pero sobre todo de reconciliación.