Ni en olla de presión se ablandan los frijoles en 15 minutos. Eso no debiéramos olvidarlo cuando juzgamos el impacto de los Acuerdos de Paz a solo 20 años de explorar y recorrer los caminos de la democracia. De igual manera, también hay que tener en cuenta que no es una sola medicina la que puede restaurar la salud de una persona que padece graves y diversas dolencias.
Joaquín Samayoa
Columnista de LA PRENSA GRÁFICA
El criterio para apreciar el valor de los Acuerdos y lo que hemos alcanzado como sociedad en los 20 años subsiguientes no debe ser la utopía de una sociedad sin conflictos ni carencias. El enfrentamiento político-militar que devoró una década de nuestra historia había tomado al menos otra década en fraguarse y tenía raíces más profundas y remotas en una larga historia de injusticias, exclusiones, arbitrariedades y abusos de poder.
Lo que nos dieron los Acuerdos de Paz fue la posibilidad de empezar a desmontar una compleja trama de autoritarismo muy arraigado en las instituciones, en la cultura y en los corazones y las mentes de casi todas las personas. Lo que nos dieron los Acuerdos de Paz fue la posibilidad de empezar a construir democracia, con todo lo que eso requiere de cambio en las ideas y en las disposiciones de las personas que hacemos política y creamos riqueza y educamos a las nuevas generaciones y convivimos día a día en los hogares, en las comunidades, en los lugares de trabajo y en los espacios públicos.
Nadie nos prometió un camino de pétalos de rosa. Todas las sociedades tienen conflictos, carencias y problemas. La pregunta es si buscamos superarlos agrediéndonos de muchas maneras unos a otros o disputando civilizadamente las posiciones de poder, escuchando con apertura al otro, asumiendo con madurez las diferencias, acogiendo solidariamente a los más necesitados, respetando derechos, cumpliendo obligaciones y perfeccionando constantemente las instituciones que garantizan la seguridad, el desarrollo y el imperio de leyes justas y razonables.
Una mirada desapasionada al país que hoy tenemos nos permite afirmar que es, en muchos sentidos, un país mejor que el de hace 20 o 30 años. Siempre hay gente que incuba amargura en sus corazones, siempre hay gente que se deja dominar por la negatividad y el pesimismo, siempre hay gente que considera inaceptable cualquier idea o acción que discrepa de su forma de pensar; pero la inmensa mayoría de salvadoreños nos hemos reconciliado, hemos aprendido a ser más tolerantes y aceptamos el desafío de salir adelante y sacar adelante a nuestro país sin esperar que existan condiciones óptimas.
Sin duda, nos ha faltado convicción, voluntad, generosidad y lucidez para superar la pobreza y promover el desarrollo humano. Sin duda, nuestras instituciones no han sabido hacer los ajustes necesarios para enfrentar con eficacia los nuevos problemas que han ido surgiendo en estos 20 años.
Mantenemos niveles inaceptables de criminalidad, corrupción e impunidad. Nos falta todavía mucho en el aprendizaje del diálogo constructivo para buscar entendimientos y limar asperezas.
Los sistemas de educación y salud han conseguido logros significativos en la cobertura de servicios, pero siguen siendo muy deficientes en la calidad de los mismos.
Los partidos políticos se resisten a evolucionar y arrastran lacras de un pasado poco democrático, pero al menos, y aunque sea renuentemente, han respetado las reglas de juego y han sabido reconocer los triunfos de sus adversarios.
Con retrasos e imperfecciones, se han creado instituciones y se han promulgado leyes que siempre les resultarán molestas a los poderes fácticos y formales.
Por último, pero sumamente importante, gozamos ahora de abundante libertad de pensamiento, expresión, movimiento y asociación.