Se escuchan las frases al paso de la pareja. El sonido de los besos lanzados al aire no falta. El niño sigue sonriendo y su madre no desacelera su paso.
Es Anabella Suyin Tamacas, ella tiene 26 años de edad, ocho de estar en la prisión y casi tres de haberse convertido en madre.
Se detiene frente a un portón cerrado, mientras llega el custodio con la llave para abrir la puerta que le impide seguir su camino hacia el sector materno infantil de la Cárcel de Mujeres. Ahí viven los dos, tras las rejas: Suyin y Alex, madre e hijo. En esos dormitorios residen otras 36 reclusas con sus vástagos, además de 17 internas que están embarazadas.
Alex y Suyin están casi todo el tiempo cerca. Se bañan, duermen, juegan y comen juntos. Se separan para que él vaya a la guardería. Ahí Alex ha aprendido los números del 1 al 10, las letras vocales, hacer figuras con plastilina y colorear con crayones.
En las cuatro horas de separación matutina, Suyin lava la ropa, de ella y de su hijo, limpia la celda que comparte con otras cuatro reclusas. Luego asiste a clases de baile, un poco de cumbia sampuesana para la celebración del Día de la Madre.
El ensayo termina cuando debe de recoger a Alex del “rincón de la ternura”, como le llaman las internas a esos dos cuartos de coloridas paredes con figuras infantiles.
Adentro hay varias mesitas y sillitas de varios colores y una docena de niños sentados cantan.
En el “rincón de la ternura” hay muchos juguetes, los chiquitines se confunden entre ellos. Visten de pantalón corto, camisetas, jeans y camisas. No tienen uniforme. Ninguno sobrepasa los cinco años, la edad límite para que las internas puedan tener junto a ellas a sus hijos.
El reducido espacio hace olvidar por un momento el ambiente del penal. Ropa colgada, escobas, toldos de plásticos tendidos sobre la cabeza de las reclusas, mesas con pichingas, guacales, cántaros con agua. Algo muy parecido a un albergue de damnificados de terremotos o de tormentas tropicales.
El “rincón de la ternura” está entre la vorágine que provoca la concentración de 1,115 mujeres hacinadas en un espacio preparado solo para 300. Según las estadísticas el 95% de las internas son madres.
Es la única cárcel para mujeres en el país. Parece que no cabe una reclusa más, pero la cifra sigue creciendo, de dos en dos, de 10 en 10, no importa la cantidad, siempre están llegando nuevas internas, confirman las autoridades.
Los centros penales de San Miguel, Quezaltepeque y Sensuntepeque son los únicos que también albergan mujeres, pero el número de reclusas no sobrepasa las 330.
En el camino a su sector, cerca de la oficina de la dirección del penal, Suyin se detiene otra vez frente a una puerta en la que hay un vidrio polarizado. Mira su imagen, se limpia el brillo de la frente con la mano izquierda, le sonríe a su hijo, que sigue enganchado en su cintura, le sonríe y sigue su camino. “La maternidad me llegó en la cárcel”, cuenta la joven que fue condenada a 25 años de prisión por el homicidio de un hombre, suceso que la marcó y que prefiere olvidar.
La maternidad es lo más maravilloso que ha vivido, dice, pero lamenta que fue en la cárcel. “La cárcel es dura, pero no me arrepiento de haber tenido a mi hijo, porque ya está aquí, y está muy bien, muy sano, pero quisiera otra condición para él, y sé que la va a tener”, relata la reclusa.
Ella llegó a esa prisión cuando tenía 19 años, aún no había terminado sus estudios de bachillerato. Las malas compañías de ese momento ya habían sido advertidas por su familia, cuenta Suyin.
Ellos le aconsejaban que las dejara porque le estaban determinando su vida, y así fue. “Yo estaba bien cipota y no entendía la vida, me dejé influenciar por malas amistades”, cuenta.
A su ingreso a la cárcel, la joven terminó sus estudios de bachillerato general. También consiguió un novio que años después se convirtió en el padre de Alexander. La llegada de su hijo le ha pintado de otro color ese su mundo gris. Desde la llegada de su bebé el resto de personas ha pasado a segundo plano.
Después de almuerzo, el niño regresa a la guardería, esa “burbuja” que tanto le gusta a él, y también a ella. Para Suyin el ocio no es buena compañía, por eso todas las tardes se traslada al taller de cosmetología, ahí aprende a cortar y tinturar cabello, hacer manicure, a maquillar. Cuando salga de la prisión espera poder abrir un salón de belleza para poder ganar dinero y mantener así a su hijo; además quiere seguir estudiando una carrera universitaria, quizás comunicaciones. Pero mientras, disfruta el tiempo que comparte con su bebé y se esfuerza que él sea feliz. Para Suyin, la sonrisa de su hijo hace que se esfume de su mente ese ambiente inhóspito de la cárcel, y es entonces cuando aparece la ternura, y entiende lo maravilloso de la maternidad, y de la vida.