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Hoy lo ve jugar desde el cielo

 

rudisLa que se suponía sería una noche de alegría terminó convertida en tragedia para la familia Corrales Rivera. El sábado 25 de abril, Rudis disfrutaba en la cancha, y su familia en las gradas, el juego en que Águila se sacó cuatro derrotas consecutivas al vencer en el clásico nacional al FAS. Mientras, ladrones entraron a la casa de la familia en Santa Rosa de Lima, robaron lo que encontraron y dejaron una estela que se traduciría, unas horas después, en otro golpe a la familia del futbolista.

La tristeza del robo, la tensión del momento y el despliegue policial causaron un impacto tal que el corazón de María Rita Rivera de Corrales no pudo soportar, al punto de sufrir un paro antes de la medianoche. Y ya no volvería a latir.

Han pasado 16 días desde entonces. Dos semanas. La casa ya no es la misma sin su presencia, dicen quienes convivieron con ella, y que al recordarla parecieran confundir presente con pasado, cambiando la conjugación del verbo “es” por “era”, o acaso confiados en que si su recuerdo perdura, aunque esté muerta, vivirá.

“Cada vez que llegábamos, podía faltar todo menos una taza de café. No importaba la hora, día, ni nada: estuviera como estuviera, sentada, de pie o acostada en la hamaca, siempre se levantaba para prepararnos el café”, cuenta Magdonio, quien parece menos repuesto de la pérdida de su madre que Rudis, quien —café en mano— no duda en adjudicarle a su progenitora el adjetivo que todo hijo otorga: “La mamá más linda del mundo”.

“Nos enseñó que teníamos que luchar para poder vivir. Nunca, nunca, nunca me castigó. Cualquiera puede decir que estoy mintiendo, pero no es así. Nos educó con mucho sacrificio, siempre trabajando para sacar adelante la familia junto con mi papá”, dice Rudis, quinto de nueve hijos pero el primero que le hizo realidad a su madre, unas semanas antes de morir, su sueño de conocer el mar, llevándola a la playa Las Tunas. Anécdota que no duda en contar, sobre todo por el susto que significó el hecho que “estaba bañándose con mi tía y una ola se las llevó, hizo que chocaran cabeza con cabeza. Imaginate, son cosas que fueron unas dos semanas antes de que falleciera”.

Pero si esa vez causó preocupación, otras fueron risas. “La llevamos a bañar a Aquapark, ella a pesar de su edad —59 años— se tiró del tobogán que tiene como 20 metros. Mi esposa y mi cuñada se tiraron y ella ahí iba detrás.”

Su vida

Fueron esos los últimos días de María Rita, y tanto a Rudis como a Magdonio les gusta pensar que fueron los últimos días de una vida feliz, pese a que en su infancia las carencias fueron más que la abundancia. “Fue dura. Toda la vida vivieron en el mismo cantoncito donde nosotros nacimos: El Chaparro. No había luz, carro. (Tenía que) caminar al menos 20 kilómetros hasta Santa Rosa, las calles eran barrancos. Me contaba que iba a cortar algodón para vender”, narra Rudis sobre los primeros años de su madre.

Eran los cincuentas. Años que son mejor recordados por Angelina Rivera, tía de Rudis y Magdonio, y la hermana más cercana de María Rita. “Siempre andábamos juntas, así crecimos. Tengo otra hermana, pero nunca jamás será igual a ella. Lo que tenía una siempre era para la otra.”

Más allá de ellas mismas creció también el lado humanitario que recuerda nuevamente Magdonio: “Mucha gente desconocida llegaba a la casa, le daba posada y después no querían irse por el modo de ella. Si uno comía de lo que había en la casa, así comían todos, no importaba el que llegara”.

Uno de esos visitantes terminó siendo más especial que los demás, puesto que se terminaría convirtiendo en su futuro esposo: el nicaragüense Horacio Corrales, quien llegaba a Santa Rosa debido a su oficio de zapatero.

“Fue una relación que admirábamos mucho. Fue raro también, (porque) mi papá era nicaragüense e imaginate que mi mamá era de un cantón donde ni luz había. Mi papá venía al parque y así fue como se conocieron y comenzaron a hacer su vida. Mi papá decía que en Nicaragua vivía bien, era gente más o menos acomodada, pero cuando vino dejó todo y se fue a un cantón donde no tenía nada y tenía que caminar 20 kilómetros para trabajar.”

Comenzaron sin tener nada, y con trabajo empezaron a llegar los frutos, también los hijos. El primero de los Corrales Rivera, Ricardo, nació en 1969; le seguirían dos más, Juan Balmore, en 1971; y Óscar René, en 1975; hasta antes de que llegaran Magdonio y Rudis, en 1979 y 1980. Horacio seguía siendo zapatero, María había adoptado el negocio en el que sus hijos luego aprenderían a trabajar: un puesto de verduras en el mercado.

“Con Magdonio éramos los que más vendíamos y estábamos mayores. (Además) si nosotros queríamos jugar, teníamos que sacrificarnos, ir a abrir el puesto a las 4 de la mañana, ir a la escuela, vender la verdura en canastos, ir a corretearla, terminarla si era posible toda, y en la tarde cerrar el puesto”, cuenta Rudis, introduciendo al mismo tiempo el tema del fútbol, la profesión que, en un principio, no contaba con el aval de María Rita.

“Cuando estábamos pequeños, sí se oponía, porque decía que era peligroso. Mentiroso fuera si te dijera que sí (iba al estadio), fue como unas cinco, seis veces si me alargo, porque no le gustaba ver que nos pegaran.”

Una de esas veces fue la de ese 25 de abril. Rudis jugó los últimos ocho minutos de ese partido. Y unas horas después sucedió lo que todavía hoy la familia Corrales no termina de digerir: María Rita ya no está con ellos, solo su recuerdo. “Donde esté, sé que está buscando lo mejor para nosotros. La recordaremos siempre”, concluye Rudis, al mismo tiempo que termina también su café.

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